EL PRIMER MANDAMIENTO

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Cuando Dios es el centro de mi vida, yo también hallo mi centro. Si dejo a Dios ser Dios, me hago realmente persona. Dios es la garantía de la libertad verdadera. Los ídolos tienden siempre a esclavizar a las personas.

Hoy muchos cristianos buscan caminos espirituales también en otras religiones. ¿Acaso supone esto no observar el primer mandamiento? Aquí debemos evitar una estrechez de miras. La Iglesia católica, en el Concilio Vaticano II, dice de las otras religiones: “La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, p. 2).

Lo divino-trascendente a lo que aspiran los hindúes, budistas y musulmanes, al fin y al cabo es lo mismo que lo santo en sentido cristiano. Sólo son respectivamente otras imágenes de lo divino-trascendente. El diálogo con otras religiones es hoy una necesidad urgente para la paz en el mundo. Pero el diálogo no significa una mezcla completa de todos los caminos religiosos. Pues eso no lleva a una vida plena. Más bien deja a menudo atrás a personas sin raíces, a personas que ya no pisan en suelo firme.

Necesitamos una identidad religiosa, necesitamos saber con claridad dónde ubicarnos. El que no tiene donde cobijar su religiosidad y busca en todas partes, tiende a montar su propia casa religiosa. Sin embargo no suele tener solidez. Allí dentro no es capaz de sentirse como en casa.

Hoy se trata de dialogar con otras religiones partiendo de nuestra identidad y defendiéndola, y sintiéndonos agradecidos por nuestras raíces cristianas y por la riqueza que nos ofrece nuestra propia historia de la fe. No se trata de estrechez de mira y de tener razón. Es decisiva la experiencia a la que nos conduce nuestra propia fe. Cuando hablamos de nuestras experiencias, nos daremos cuenta de que también los hindúes, los budistas y musulmanes experimentan cosas parecidas en su oración y en su meditación. Éstas las debemos respetar y podemos aprender y dejarnos desafiar por ellas. Pero le damos significado a esta experiencia desde nuestro contexto cristiano. Esto nos aporta claridad.

Con este mandamiento de no tener a otro Dios fuera de él, quiere preservarnos de que nos sometamos a nuevas formas de esclavitud. En el momento en que Dios no forma el centro de nuestras vidas, miles de ídolos invaden el espacio de Dios que ha quedado vacío. Entonces nos hacemos esclavos del pensamiento de si otras personas poseen más que nosotros, de si son más inteligentes, de si tienen mejor aspecto que nosotros. Empezamos a depender de los ídolos de las encuestas demoscópicas. Entonces nos definiremos desde el criterio de la popularidad. Y esto no se puede considerar una vida de libertad y dignidad. Pues vivimos continuamente con el temor de lo que otros pueden pensar de nosotros.

La seguridad se puede convertir así en un ídolo, como también el rendimiento, el progreso, el poder y el placer. Vitus Seibel describe los otros dioses de la siguiente manera: “Son a menudo cosas, condiciones de la vida humana, estructuras, que en sí son buenas, importantes y deseables, que tienen su significado para que una vida humana no fracase. Cuando se quedan en el lugar que les corresponde, cuando no se fijan como algo absoluto, cuando se mantienen relativos y en referencia a otra cuestión de mayor importancia. Sin embargo, estas cosas, condiciones y estructuras, a menudo tienden a atribuirse más de lo que les corresponde. Un poder que quiere influir en mí, un derecho de disponer de mí y de relacionarse conmigo, ponerse en el lugar de mi Dios y hacerse pasar por mis dioses” (Seibel en KeIler, p. 30).

La exhortación de no tener otro Dios fuera del Dios único, supone instalarse en la libertad. Cuando pertenezco a Dios, me encuentro libre de la obligación de pertenecer a determinadas personas o grupos que son importantes en este momento. El primer mandamiento, en conclusión, quiere proteger nuestra libertad.

Amar a Dios con todo el corazón no significa odiar el mundo y a las personas. Es más, Jesús entiende el amor a Dios, de tal manera que se traduzca en el amor al prójimo. Por eso, al nombrar el primer mandamiento añade el segundo: “El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo corno a ti mismo” (Mt 22, 39).

Amamos a Dios en el prójimo. En cada rostro humano se refleja el rostro de Dios. Y amamos a Dios en la medida en que nos amamos a nosotros mismos, en que nos tratamos bien, en que amamos en nosotros la criatura de Dios. Quien se desprecia a sí mismo, desprecia también a Dios, que lo ha creado. Jesús interpreta el primer mandamiento de manera tal que cambia totalmente la imagen de Dios de los devotos de entonces y de hoy. Si amo o no a Dios se demuestra en mi amor al prójimo y a mí mismo. Esta es la mayor defensa de la libertad humana.

La veneración del Dios único más bien es la garantía de la libertad humana. Pues amar a Dios con todo el corazón también requiere el amor hacia sus criaturas. Dios defiende el respeto por las criaturas. Responde de su libertad. El que rompe esta unión entre el amor a Dios y al prójimo, —tal como dice Jesús—, no ha entendido lo que significa el primer mandamiento. Corre el peligro de convertir a Dios, y con ello a sí mismo, en ídolos. Honrar a Dios como el único lleva a otra relación con el prójimo y con uno mismo, una relación en que se garantiza la libertad del otro y que me libera internamente de todo tipo de esclavitud, a la que este mundo me quisiera invitar.

La declaración positiva de este mandamiento es: Dios está aquí. Dios es la verdadera realidad de tu vida. Cuando dejes a Dios estar en tu vida, tu vida se arreglará, y te librarás de todos los ídolos que quieren convertirte en esclavo. Cuenta con Dios. No es una realidad agotada, sino una certeza poderosa, fuerte, universal y segura. En el Antiguo Testamento Dios dice de sí mismo: “Yo soy el Señor, tu Dios, un Dios celoso” (Éx 20, 5).

Dios se esfuerza por nosotros. Se preocupa de nosotros. Nos ama. Por eso no podernos sencillamente dejarlo de lado. Tenemos que amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todo nuestro pensamiento. Debemos apegamos a él por completo. No debemos dividir el corazón en una entrega parcial a él y en lo demás atar nuestro corazón a otras cosas. Por supuesto que también podemos amar a personas y disfrutar de un buen vaso de vino. Sin embargo, ninguna persona ni ningún vino, ni posesión, se debe convertir en competidor de Dios y ocupar el lugar de él en nuestro corazón.

Cuando Dios está aquí, y cuando todo lo que viene a nuestro encuentro procede de él, entonces también podemos amar de todo corazón a un ser humano y a las cosas. Pues en esos casos no ocupan en nosotros el lugar de Dios. Entonces no tenemos a otros dioses con nosotros, sino que amamos esta realidad como don de Dios y creado por él.

Sólo el que ha acogido a Dios en su corazón, y se ha sentido conmovido por él, interpretará el primer mandamiento como un camino hacia la libertad. Tendrá que velar para que nunca olvide a este Dios, que ha ido a su encuentro, sino que siempre tendrá que contar con que Dios está aquí. Cuando esto impregne mi realidad más profunda, mi vida se arreglará, respiraré con alivio y me sentiré liberado de todos los dioses del mundo.

Anselm Grün, “Los diez mandamientos, camino hacia la libertad”.

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