El encanto de la vida consagrada


I. – LA POBREZA

Felices los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos. (Mt 5, 3).


1. - La pobreza es la mayor riqueza

La pobreza voluntaria por el seguimiento de Cristo, del cual es signo hoy particularmente muy valorado, ha de ser cultivada con diligencia por los consagrados y, si fuere menester, expresada también con nuevas formas. Por ella se participa en la pobreza de Cristo.
Por lo que atañe a la vida consagrada, no basta someterse a los superiores en el uso de los bienes, sino que es menester que los religiosos sean pobres de hecho y de espíritu, teniendo sus tesoros en el cielo. (Decreto Perfectae caritatis, n. 13).

Visión positiva de los votos

El beato Santiago Alberione ha propuesto una nueva visión de los votos, que ha influido incluso en la teología de los consejos evangélicos, propios de la vida consagrada. Él valora, vive y presenta los votos, no como una renuncia, sino como una conquista: a mayor libertad, más intenso amor y mayor felicidad, que son fruto de las bienaventuranzas.
Su visión y experiencia de los votos es totalmente positiva: la pobreza como la mayor riqueza, pues no es rico quien más tiene, sino quien emplea para el bien lo poco o mucho que tiene; la obediencia como la mayor libertad, pues obedecer a Dios es reinar, participar de la libertad del mismo Dios; y la castidad es el mayor amor, pues engendra en Cristo multitud de hijos e hijas para la feliz vida eterna, sin la cual la vida terrena desemboca en fracaso total.
El beato Alberione ha propuesto a su Familia Paulina una pobreza de amplia perspectiva, adecuada a su misión específica en la Iglesia y en el mundo. Reporto aquí algunos de sus pensamientos, empezando por su síntesis sobre la pobreza:

“La pobreza religiosa paulina tiene cinco funciones: renuncia, produce, conserva, provee, edifica”.
Renuncia
al uso arbitrario del dinero y bienes materiales, a lo que es pura comodidad, gustos vanos, preferencias sin sentido; todo lo tiene en uso y al servicio de la misión.

Produce con el trabajo de calidad; produce lo suficiente tanto para las obras como para las personas.
Conserva, cuida todo lo que usa.
Provee a las necesidades de la comunidad y de las obras.
Edifica, corrigiendo la avidez de bienes materiales y usándolos para realizar la obra de la salvación.

La pobreza paulina no consiste en vivir de limosna, pero tampoco en la miseria; ni se reduce al simple desprendimiento, ni a usar dinero con permiso, sino que implica, además, responsabilidad y rendimiento laboral, controles frecuentes, administración competente y transparente de todos los recursos humanos, materiales y económicos que están en función de la vida y la misión.

La pobreza se fundamenta en la riqueza infinita: Dios

La verdadera pobreza se asienta en una real jerarquía de valores, en cuyo vértice y centro está Dios, “amado sobre todas las cosas”, y en cuya Providencia se pone toda la confianza, abandonándose en sus manos, a la vez que se hace todo lo corresponde.
San Pablo es modelo de pobreza y de trabajo: “No he comido el pan que no haya ganado, sino que he trabajado día y noche a fin de no ser un peso para nadie”. “Yo sé vivir tanto en la abundancia como en la escasez”. “Todo lo que antes consideraba una ganancia, ahora lo considero una pérdida en comparación con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”.

Un aspecto de la pobreza paulina consiste en escuchar “el grito de los pobres”, pero con atención particular a las pobrezas radicales: el subdesarrollo espiritual, el analfabetismo religioso y cultural, el total desconocimiento de Cristo Salvador, que es el máximo bien del hombre. Éstas son la causa de las demás pobrezas. De ahí el ansia alberoniana del “evangelio para todos”, pues todos necesitan ser salvados, comenzando por los pobres.
Con todo, los religiosos no están por eso dispensados de la ayuda material a los pobres, en cuanto esté a su alcance. San Pablo pedía limosnas para los pobres de algunas iglesias escasas en recursos económicos.

Pobreza de amplio alcance

La pobreza paulina no se agota en lo económico y en lo material, sino que abarca todos los dones y talentos de la persona consagrada: salud, inteligencia, voluntad, corazón, tiempo, títulos académicos, habilidades, profesionalidad, cargos, trabajo, fe, cruces y penas, etc., puestos con generosidad, gratuidad y gratitud al servicio del Evangelio y del hombre, por cuya liberación y salvación se abraza la pobreza, a ejemplo de Cristo pobre.
La pobreza integra los tres ámbitos de la vida del consagrado: pobreza en el hacer, en el ser y en el tener. Es dar todo y siempre gozosamente, solidariamente.
La pobreza abarca toda la vida, hasta el último día, como precisaba el P. Alberione: “En la vida consagrada no hay jubilados; la jubilación está reservada para el cielo. Por tanto, hay que utilizar para el Señor lo que nos queda de fuerzas y de actividades”.
En esta perspectiva insistió sobre el “apostolado del sufrimiento”, el gran apostolado de quienes ya no pueden hacer otros apostolados, y que culmina con el último suspiro. Él fue un gran testimonio de este apostolado hasta el último respiro, tras una dura y dolorosa enfermedad.

Otro aspecto más de la pobreza paulina señalado por el Fundador, consiste en sobrellevar con paciente silencio los juicios negativos sobre nuestro apostolado, como el ser tachados de frailes ricos, meros comerciantes de productos religiosos. Y, a la vez, nos exhortaba con firmeza a no caer una fatal desviación: “No nos hemos hecho religiosos para ser comerciantes”.

La paradoja de la pobreza paulina

No es más rico y feliz quien más tiene, sino quien menos necesita para sí mismo.
La pobreza paulina, personal y comunitaria, tiene que convivir paradójicamente con la riqueza de medios para la evangelización; pues necesita administrar grandes cantidades de dinero y medios costosísimos para la misión, mientras cada paulino y cada comunidad paulina elige vivir en desprendimiento y pobreza.
Es la pobreza de san Pablo, como él la expresada: “Sé vivir en pobreza y en abundancia”; “No tenemos nada, pero lo poseemos todo”: medios, comida, vestido, vivienda, seguro de salud, etc., pero todo en función de la misión evangelizadora y salvífica de la humanidad. Nada es propiedad privada.
Pero tenemos “el ciento por uno” prometido por Jesús a los que lo dejan todo y lo siguen. No es nada fácil mantenerse en los límites de ese “ciento por uno”, para evitar que el voto de pobreza se convierta inconscientemente en un recurso para una vida aburguesada.

El voto y la vivencia de la pobreza tienen sentido siempre que su objetivo sea socorrer pobrezas ajenas: espirituales, materiales, culturales, sociales, morales, humanas. Y en especial ayudar a liberarse de todo lo que impida alcanzar las riquezas eternas, a fin de evitar la máxima y eterna miseria, que consiste en autoexcluirse del reino eterno de nuestro Padre Dios.


2. – La pobreza, experiencia de inseguridad

Visto este concepto-vivencia de la pobreza paulina, consideremos la pobreza desde otros puntos de vista, llevados de la mano del monje benedictino P. Simón Pedro Arnold, espigando algunos planteamientos de su libro El riesgo de Jesucristo, una relectura de los votos, publicado por Paulinas, Lima.

La pobreza, camino de la máxima riqueza

“La pobreza es el punto de partida de la vida religiosa, como imitación del Pobre de Nazaret: vende, ven y sígueme. La cuestión de la pobreza es de una particular y dramática actualidad, pues más del 60% de la población mundial vive en pobreza material y económica, mientras que los consagrados y el clero estamos situados en la reducida minoría de los privilegiados en seguridad, bienes y bienestar.
Sin embargo, tenemos que compartir con los pobres la inevitable pobreza radical que nos iguala a todos: la finitud humana y la muerte como pérdida del cuerpo y de todo lo material.
Admitir nuestras limitaciones, convivir reconciliados con ellas, y situarse serenamente en la perspectiva esperanzadora de la muerte que nos abre la puerta de la resurrección para la vida eterna, la riqueza radical, que nos proporciona fortaleza para valorar y usar todos los bienes materiales, humanos y espirituales con desprendimiento y en función del sumo Bien: Dios y su reino eterno.
En esta perspectiva decía Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Y san Pablo expresaba así su experiencia de pobreza existencial: “Todo lo considero pérdida con tal de ganar a Cristo”. “Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir”.

A la pobreza se asocia también la inseguridad, la aventura y el riesgo de la fe, entre luces y obscuridades, certezas y dudas… Vemos, pero no con precisión matemática. Y eso nos abre a la pobreza esencial: el abandono confiado en las manos providentes del Padre celestial, dispuestos a lo imprevisible de Dios, a lo impensable, a la esperanza contra toda esperanza, para acoger un sueño infinitamente más grande que nosotros, que se fragua en la banalidad de nuestra vida cotidiana. Confesaba san Pablo con gozosa esperanza: “Sé muy bien de quién me he fiado”.

Jesús y María, modelos de pobreza

Así era la pobreza de María de Nazaret: tenía consigo al omnipotente Dueño del universo, y a la vez vivía en la pobreza, en el hambre, en la inseguridad, hasta en la persecución, el destierro y la ejecución de su propio Hijo.
Como María, el consagrado, la consagrada, autorizan a Dios para que se haga dueño de sus vidas. Así, desde su pobreza, con libertad, humildad y felicidad, se entregan a una causa más grande que ellos mismos. Se ponen al servicio de un proyecto que se sobrepone a su seguridad: acoger en sí mismos a Cristo para darlo al mundo, a semejanza de María, y así hacerse padres y madres de multitudes.
El corazón del rico, seguro en sus riquezas, no puede entregarse al servicio de un proyecto más grande que él, porque sus seguridades lo hacen esclavo de sí mismo. El joven rico no quiso arriesgarse a lo que le proponía Jesús, por miedo a perder a sus bienes materiales, morales, afectivos y espirituales.

La pobreza es apostar por el amor incondicional, que implica renacer del Espíritu cada día, en una continua conversión hacia Dios y hacia el prójimo necesitado de mil maneras: desde la pobreza material hasta la máxima pobreza que supone el perderse en la total carencia, soledad y odio eternos.
Jesús es el modelo máximo de esa pobreza-servicio, que culminó en la cruz realizando su lema: ”No hay amor más grande que el de quien da la vida por los que ama”. Por voluntad de Dios, al amor más grande merece la felicidad más grande, en el tiempo y en la eternidad.



II. - LA CASTIDAD

“Felices los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).


3. - Castidad: el más grande y fecundo amor

La castidad por amor del reino de los cielos, ha de estimarse como don inapreciable de la gracia, pues libera de modo singular el corazón del hombre, para que se encienda más en el amor de Dios y de todos los hombres; y por ello es signo especial de los bienes celestiales. (Decreto Perfectae caritatis, n. 12).

Me complace abordar esta reflexión con una bella y siempre actual página del P. Renato Perino (q.e.p.e.), que fue tercer Superior General de la Sociedad de San Pablo.

La verdadera grandeza del amor

“Una visión renovada de la castidad nos lleva a centrar todo sobre el amor. De hecho, el motivo profundo de nuestra respuesta absoluta al amor de Dios es el amor preferencial a Cristo: el deseo de vivir su misma vida y su misión. El celibato y la virginidad son una apertura total de nuestro ser a la potencia prodigiosa del Espíritu, y esto con un compromiso preciso: ser signo, casi sacramento, que manifiesta al mundo la verdadera grandeza del amor.
“Por tanto, el voto de castidad no es una mutilación de nuestro ser; no es una negación del amor; no es caer en el pozo de las inhibiciones y frustraciones. Todo lo contrario: es una prodigiosa transfiguración, o – para usar un vocablo freudiano – “sublimación” de la corporeidad, de la afectividad, de la sexualidad, de la paternidad y de la maternidad.

“La castidad introduce a la persona consagrada en una parentela más amplia de personas, a favor de las cuales ejerce una paternidad-maternidad que no conoce los límites de la carne y de la sangre.
“Ya sabemos que la castidad consagrada es un misterio de amor en Cristo. Su profundo significado, en definitiva, consiste en esto: que sólo desde el momento en que Dios en Cristo ha querido venir como hombre a nuestro encuentro y entregarse a sí mismo por nosotros – porque este dar la vida es la expresión máxima del amor y del misterio en el cual se compendia el significado de la Navidad y de la Pascua –, sólo entonces, ante la revelación y la propuesta de un amor absoluto, se nos ha hecho posible a nosotros dar esta respuesta: de un voto de castidad por amor.

Castidad y oración

“De aquí deriva una exigencia evidente: sin un verdadero y amplio espacio para la oración, para la contemplación, nosotros no podemos ser castos. El mismo apostolado resultaría agotador. Por eso “el verdadero apostolado debe nacer de la oración y debe ser realizado de tal modo que el mismo apostolado proporcione sostén espiritual” (dice citando al Bto. Santiago Alberione).
“La opción por la oración es tan exigente como la de la castidad por amor al Reino. La oración requiere la conversión del corazón y la aspiración continua a “mirar alto”, hasta la más estrecha unión con Cristo”. Lo confirma hoy una experiencia cada vez más difundida: que sin vida de oración no se da vida auténticamente consagrada, y tampoco vida apostólica ni perseverancia gozosa”.

“Hemos de ser conscientes de nuestra condición de personas completamente sexuadas, también en la mentalidad, y a la vez tomar conciencia de nuestro fragilísimo equilibrio interior: de ahí la necesidad de asumir la dura gimnasia de los “no” a un gran número de condicionamientos, a una infinidad de lisonjas que nos llegan del mundo circunstante: espectáculos, lecturas, etc.”
“La fidelidad a la castidad no es una fidelidad a una norma, sino a una Persona. Una fidelidad absoluta al Absoluto”. (P. Renato Perino: Se necesitan Santos Comunicadores).

Felices los limpios de corazón

El premio a la castidad lo anuncia Jesús en una de las 8 bienaventuranzas: “Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. El corazón limpio hace limpios los ojos, la mente, el afecto, las relaciones, los sentimientos.
Gracias a esa limpieza, la persona percibe a Dios con más facilidad, lo “ve” en su vida y en la ajena, en el sufrimiento y en el gozo, en la creación, en la Eucaristía, en la Biblia, en el prójimo necesitado. Así se abre el camino hacia la oración permanente.
Pero el premio definitivo de la bienaventuranza es la visión beatífica de Dios en el paraíso eterno, al que san Pablo se refería cuando intentó expresar su experiencia inefable de haber estado en el “tercer cielo”: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”.Después de esa experiencia confesaba el Apóstol: “Todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y estar unido a él”. Y ya no le importaba la vida terrena: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”.

Un gran tesoro en frágiles vasijas

No por haber hecho el voto de castidad ni por haber sido ordenados sacerdotes quedamos libres de la lucha permanente de “la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne”. Si se bajan las armas, el instinto impone su ley, tal vez sin darnos cuenta. Por eso es necesario tomar en serio y cumplir la recomendación de Jesús: “Vigilen y oren para no caer en la tentación”, y hacer frecuente y confiada la petición del Padrenuestro: “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”.
Las tentaciones en este campo se han multiplicado y refinado de manera espantosa. Es necesario frecuentar la Eucaristía, la comunión, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, el examen diario para ver dónde tiene su tesoro el corazón, el sacramento del perdón, y tratar de vivir en conversión continua, a fin de hacer prevalecer el espíritu sobre la carne.
También en este campo es válida la consigna: Evitar todo lo que no se pueda hacer en nombre de Jesús. La unión real con Cristo es la garantía de la victoria: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.

Sin embargo, la oración será sincera y eficaz solamente si se recurre a los medios pertinentes: libertad frente al sexo, huida de las ocasiones (“huir para no ser vencidos”, decía san Jerónimo), control permanente de los ojos, de la imaginación, de los sentimientos, pensamientos, gestos, conversaciones, afectos, lenguaje, amistades, diversiones, relaciones; selección de espectáculos, televisión, internet…; evitar el ocio, los excesos en comer y beber. Acostumbrarse a renuncias constructivas en otros ámbitos como entrenamiento para la lucha exitosa por la castidad.

Sólo desde el amor a Dios y el amor salvífico al prójimo se puede ser castos: libres frente al egoísmo posesivo del amor sensual, que puede derivar en locura, según el refrán: “Es locura el mal de amor, y es locura que se cura con una locura mayor”.
La castidad no es sólo renuncia, sino sobre todo conquista liberadora y gozo de vivir en otro nivel, con muchas más y mayores posibilidades de felicidad temporal y eterna.
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4. - Castidad, celibato, virginidad

La castidad, -celibato, virginidad- fundamenta y caracteriza la vida consagrada, tanto la comunitaria como la secular. La obediencia y la pobreza son apoyo de la castidad, cuyo fin es el máximo valor de la persona: el amor, en su más alta expresión: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo por amor a Dios, Padre común. Este amor tiene como premio la felicidad máxima en el tiempo y en la eternidad: “Tendrán el ciento por uno aquí en la tierra, y luego la vida eterna”.

La vocación originaria de todos los hombres y mujeres es la llamada de Dios a ser felices juntos en su presencia para siempre, a semejanza de Cristo resucitado y subido al cielo. Con la gloria y la felicidad eterna alcanza su plenitud total la persona humana, que es imagen y semejanza de Dios en gracia de la filiación divina en Cristo, a quien el Padre nos dio como Hermano.

El sueño de Dios

La castidad religiosa tiene como objetivo realizar el sueño de Dio sobre el hombre y la mujer, restituirlos a la condición paradisíaca de antes del fracaso de la pretensión de ser felices como Dios, pero a sus espaldas, prescindiendo de él.
Con la castidad nos ponemos juntos, hombres y mujeres, en el camino hacia la felicidad, el amor y la familiaridad con el Creador, no sólo como era antes del pecado original, sino de un modo inmensamente superior y perfecto, como lo experimentó san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede imaginar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”, amando al prójimo.
“Tal es el sueño de Dios para con todas sus criaturas: la utopía del séptimo día de la creación es la esperanza de Dios de vernos bailar juntos-as y con él por toda la eternidad” (Simón Pedro Arnold, osb).

Compartiendo de la vida trinitaria

Nuestra calidad de hijos de Dios nos abre a la vida divina, que es vida trinitaria, compartida entre las tres divinas Personas, a las que nos asemejamos cuando compartimos y nos relacionarnos en el respeto total y en el amor mutuo, semejante al amor en la Familia Trinitaria, libres de toda avidez posesiva y dominante.
La castidad confiere valor humano-divino a la caricia, a la mirada, a la palabra, a los sentimientos, como hijos e hijas del mismo Padre Dios, y por tanto como hermanos y hermanas en el sentido más profundo, más alto, real y eterno de la palabra: partícipes de la filiación divina. A semejanza del Hijo de Dios, el casto por excelencia.

Los votos no son renuncia y privación, sino peregrinación de regreso hacia Dios y reconquista progresiva de la integridad, libertad, inocencia y felicidad originales, según el plan primitivo de Dios. “Seremos como ángeles del cielo”.
Al optar por el celibato o la virginidad, optamos por el amor más puro y fecundo: optamos por el amor transfigurado que renuncia a la expresión genital y a la procreación natural; pero no renuncia en absoluto al amor fecundo, que se hace sagrado al compartir la “procreación sobrenatural”, universal y eterna del Padre: engendrar en Cristo multitud de hijos e hijas para la vida eterna.

A más grande amor, mayor felicidad

Este amor casto, abierto al amor divino y al amor humano, se vuelve el amor más grande, como lo expresó el mismo Cristo: “Nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por quienes ama”. La persona que opta por la castidad consagrada, imita el amor casto y fecundo de Cristo, como lo expresa san Juan: “Como Cristo entregó su vida por nosotros, así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”.
La intensidad de la felicidad depende de la intensidad del amor; y entonces al “amor más grande” corresponde la felicidad más grande, que Cristo aseguró a quienes se le consagran: “Quien entrega su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”. Éste es el éxito total y eterno de la vida humana. Como María de Betania, el consagrado “ha escogido la mejor parte, que nadie podrá arrebatarle”.
La castidad no es fruto del voto, sino de la lucha valerosa por purificar el amor y por adquirir y conservar la libertad frente a las exigencias y seducciones de la sensualidad.
El voto de castidad es el compromiso de seguir en esa lucha valiente con las armas de la oración, de los sacramentos, del abandono confiado en Dios, de un mayor amor transfigurado, de la prudencia, de la huida de las ocasiones, en la esperanza de un especial premio eterno.

Amor salvífico, amor fecundo

El amor casto libera a las relaciones humanas y la amistad del egoísmo posesivo, de la violencia y de la dominación, y las convierte en realidades salvíficas, que constituyen la máxima obra de misericordia, de amor, que podamos hacer al prójimo, pues “¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Y es a la vez la obra más grata al Padre, porque colabora con su Hijo a que sus hijos alcancen su gloriosa felicidad eterna.

Los frutos salvíficos de la vida, oración, sufrimientos, gozos, testimonio, palabra, obras y muerte de la persona consagrada –unida a Cristo-, están asegurados por la palabra infalible de Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.
Esta perspectiva salvífica justifica plenamente la vida consagrada, pues su meta es la victoria de la resurrección, en la que Cristo nos dará un cuerpo glorioso como el suyo, libre de limitaciones materiales, capaz de compartir la misma felicidad infinita de la Trinidad, que compensará inmensamente las renuncias y sufrimientos de la lucha por la libertad de la castidad. “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación con el ingente peso de gloria que se nos concederá”, afirma san Pablo. Y si no tienen comparación los sufrimientos, tampoco la tienen los placeres de este mundo.
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III. – LA OBEDIENCIA

“Todo el que cumple la voluntad de Dios
ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mc 3, 31).
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5. - La obediencia es la mayor libertad

Por la profesión de la obediencia, los religiosos hacen a Dios, como ofrenda de sí mismos, la plena entrega de su voluntad, y por ello se unen más constante y plenamente a la voluntad salvífica de Dios… Así se vinculan más estrechamente al servicio de la Iglesia y se esfuerzan por llegar a la medida de la plenitud de Cristo. (Decreto Perfectae caritatis, n. 14).

Cuando se considera la obediencia religiosa sólo desde la perspectiva humana, resulta una esclavitud; pero cuando se la vive desde la perspectiva de la voluntad de Dios, se alcanza la verdadera libertad, porque “obedecer a Dios es reinar”, con la “libertad de los hijos de Dios”.
Si la vida consagrada no es una opción por la libertad, el amor y la felicidad, se reduce a un contrasentido insoportable. “La corrupción de lo óptimo se vuelve pésima”, dice el refrán latino.
La obediencia y el servicio de la autoridad religiosa son como dos velas iguales que lucen en la presencia del mismo Dios y en su honor.

A continuación sintetizo el pensamiento paulino sobre la obediencia, recurriendo a dos fuentes sobre el tema: Ut perfectus sit homo Dei, obra del bto. Alberione, y Documentos del Capítulo general especial de la Sociedad de San Pablo.

Obediencia y voluntad de Dios

La obediencia de la persona consagrada (y también del cristiano) tiene como fundamento y modelo la obediencia de Cristo Jesús: “Yo hago siempre lo que le agrada al Padre” (Jn 8, 29). “Estaba sumiso a María y a José” (Lc 2, 51). “Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fl. 2, 8). “Padre, que se haga tu voluntad y no la mía. No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mt 26,39; Lc 22, 42).

Como modelos de obediencia tenemos a María: “He aquí la servidora del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), y a san Pablo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” No hay otro camino fuera de éste hacia la santidad y la paz: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. (Ut perfectus sit homo Dei, ns. 524, 525).
Estos fundamentos bíblicos de la obediencia son especialmente decisivos para los miembros de los Institutos seculares, que prácticamente no están sometidos a una autoridad religiosa directa, pero sí de forma permanente a la autoridad de Dios, cuya voluntad descubren en la oración, en la Palabra de Dios, en las necesidades ajenas, en la autoridad eclesiástica, civil, laboral...

Dios nos ha creado para la felicidad y para el paraíso eterno, por eso todo lo que dispone y permite, nos ayuda a llegar a esa meta.
La obediencia es la unión de nuestra voluntad a la voluntad de Dios. Es, por tanto, el gran medio de salvación y supone una gran ayuda, porque nos dejamos guiar por Dios, sabiduría y amor infinito.
La obediencia forma al verdadero sabio y lo hace más sensato que los enemigos, los maestros y los ancianos.

La obediencia es indudablemente el camino de la paz, del mérito, de la gracia y de las bendiciones de Dios en el apostolado. Dios bendice solamente lo que es conforme a su voluntad. (Ut perfectus… I, 521, 522).
La obediencia completa es la obediencia de la mente, del corazón y de la voluntad.
De la mente, significa comprender el sentido, el fin y los límites de lo dispuesto.
Del corazón, significa amar el cargo, la tarea, el cometido recibido. Amarlo por ser voluntad de Dios y ocasión de muchos méritos.
De la voluntad, quiere decir que se acepta total y dócilmente lo que se nos ha encomendado, y desplegar nuestras fuerzas espirituales y físicas, y mucha oración para su éxito. (Ut perfectus… I, n. 526).

“Algo nuevo” en la obediencia

También sobre la obediencia recogemos a continuación algunos párrafos del Capítulo general especial de la Sociedad de San Pablo, celebrado durante los años 1969-1971 (en noviembre de este año pasó al paraíso el beato Alberione).
Nuestra consagración se efectúa con una respuesta integral a la voluntad de Dios. La relación obediencia-autoridad ha sido considerada como “el centro neurálgico de toda renovación auténtica de la institución religiosa”, incitándosenos en este punto a una “regeneración”, exigiendo “formas nuevas, más altas, más dignas de la sociedad eclesial, más virtuosas y conformes con el Espíritu de Cristo”.
Esto nos compromete a descubrir lo que hay de deficiente, de irregular y de incompleto en nuestra obediencia, para regenerarla según el Evangelio, y darle formas que correspondan a las exigencias actuales. (n. 460).

El beato Santiago Alberione nos advirtió sobre la exigencia de “algo nuevo” respecto de la obediencia, y lo expresó en los términos siguientes: “Este algo se refiere a la interpretación; es decir, cuando se cumple la obediencia hay que hacerlo comprometiendo en ella todo el ser”.
“Todo el ser” indica sin duda alguna la totalidad de la persona humana, en toda su capacidad de expresión, en el pleno ejercicio de sus facultades interiores, en la autenticidad con que debe responder a Dios.
La obediencia, “lejos de menoscabar la dignidad de la persona humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez” (PC 14).

Nuestro Fundador decía con frecuencia: “La obediencia perfecta comprende toda la mente, toda la voluntad y todo el corazón”. “Miren: el estar sumisos al Señor significa donarle la voluntad, el tiempo, el cuerpo… Ahora bien, si nosotros lo sometemos todo a Dios, él lo someterá todo a nosotros: “Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios”. Quien se deja dominar por Dios, domina sus pasiones, sus instintos carnales, la soberbia, la vanidad; en una palabra: es dueño. (461).

Obediencia pascual y libertad

La obediencia favorece el desarrollo pleno de la persona, siempre que responda a su propia naturaleza y se una a la Fuente: unificación del ser humano con la voluntad de Dios… La obediencia es ante todo una relación con Dios, no tanto con el hombre. Pero esto no anula la relación autoridad-obediencia, sino que la pone en su lugar.
En la sumisión libre la persona asume una opción que Dios le pide, realizándose a sí misma y sustrayéndose a todo sentimiento de coerción, de falsedad o medias tintas. (462).
Es por tanto importante que toda persona consagrada busque y alcance un “conocimiento pleno de la voluntad de de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual” (Col 1, 9). Profundamente decidida a dar esta respuesta a la voluntad de Dios, “la persona consagrada procurará conocer con lucidez, de modo personal, en el silencio y en la oración, o en el diálogo con los hermanos en las circunstancias concretas, las exigencias precisas de esta voluntad de Dios acerca de él”. (n. 463).

Para hacer la voluntad del Padre, debemos participar de la misma obediencia de Cristo, que nos redime… Obedeceremos a Dios en la medida en que vivamos de Cristo.
Esta dependencia filial de la voluntad del Padre se hará en nosotros, como en Cristo, una obediencia pascual que, enraizándonos en el plan de Dios a favor de la salvación de los hombres, nos hará obedientes hasta la muerte, para ser en Cristo resurrección y plenitud de amor para los hermanos. (n. 465).
El Espíritu Santo es quien forma en nosotros a Cristo y nos dispone a la obediencia filial. Él nos hace vivir en el clima de libertad y de fuerza interior que constituye la dignidad de la persona humana. (466).

La libertad, que en su total coincidencia con la obediencia, tiene su máxima expresión en Cristo, debe ser también para nosotros la raíz y el clima de la obediencia. No puede darse auténtica obediencia si no arraiga en la libertad, como tampoco podría darse libertad auténtica sin la obediencia a Dios.
Así como Cristo, obedeciendo al Padre, asumió libremente la responsabilidad de la salvación del mundo, así nosotros ejercemos plenamente nuestra obediencia “activa y responsable”, no “ciega”, capaz de comprometer todo el ser, de hacerse creativa, interesada en la búsqueda de nuevos caminos, de modo cada vez más fiel, más comprometedor, más joven; y que va más allá de la mera ejecución de la orden recibida. (467).
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6. - La obediencia es confianza

El monje benedictino Simón Pedro Arnold, en su libro El riesgo de Jesucristo, una relectura de los votos, editado por las HSP de Perú, dedica nueve páginas a la obediencia religiosa, pero también a la obediencia cristiana, pues se trata de la obediencia que arranca del Evangelio y se fundamenta en la confianza.
Esta “relectura” de la obediencia religiosa no contradice sino que esclarece y complementa cuanto se dijo anteriormente sobre el mismo tema.
El P. Arnold me disculpará por tomar algunos de sus reveladores pensamientos, no todos al pie de la letra, y que eso sirva para suscitar el deseo de leer su obra.

La obediencia, camino de retorno a Dios

Frente a la perspectiva disciplinar, legalista y normativa tan generalizada respecto de la obediencia religiosa, que ha producido desconfianza, rechazo, miedos, rebeliones, abandonos, o sometimiento infantil, el P. Arnold propone la obediencia religiosa desde la perspectiva evangélica, como un “itinerario espiritual de conversión y liberación, una espiritualidad de la confianza como camino de retorno a Dios, es decir: de obediencia”. Liberación y libertad son frutos de la auténtica obediencia a la voluntad divina, con mediaciones o sin ellas.

El P. Simón Pedro cita palabras de su fundador, San Benito, en el prólogo de la Regla: “Quienquiera que seas, que te propones volver, por los caminos de la obediencia, a Aquél del cual te había alejado la desobediencia…”. “La obediencia es una experiencia de retorno espiritual hacia Dios, de quien nos estamos alejando constantemente”. (Pensamiento que evoca la invitación del beato Alberione: “Vivan en continua conversión”).

El P. Arnold remite a la desobediencia primigenia del pecado original, consistente en la engañosa pretensión de ser como Dios en contra de Dios o prescindiendo de él, cuando sólo es posible “ser como dioses”, hijos de Dios, gracias a su poder, a su voluntad y su amor infinito.
Sólo en la unión con Dios se puede ser dioses: “Serán dioses”. La obediencia se inscribe en el proyecto inacabado de la creación, en el que el Creador ha querido necesitar la colaboración obediente del hombre como “cultivador y cuidador de su creación”, y como “colaborador” de Cristo en e la redención.

La imagen desfigurada de Dios

Nuestra finitud de criaturas requiere que nos necesitemos y amemos los unos a los otros para poder ser plenamente nosotros mismos, dando de lo que somos y tenemos, y recibiendo de lo que no somos o no tenemos, y que el otro es y tiene. El hombre, a pesar de ser la obra maestra del Creador, es un ser inacabado. Por otra parte, el Maligno logró transmitir a nuestros progenitores la imagen desfigurada de un Dios individualista y dictador, ante el cual sólo cabe una actitud de competencia, desconfianza y desobediencia.
En consecuencia, “hemos perdido la confianza en Dios, en nosotros mismos y en el otro por haber entendido la obediencia en categorías de poder, de sanción y de muerte, en vez de acoger la Vida como un don gratuito a compartir, y nuestra carencia de inacabados como la gracia de nuestra reciprocidad”.

La práctica y vivencia de los votos es un anticipo del Reino, y la obediencia “se hace camino de reconciliación con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Por la obediencia aprendemos a reconciliarnos con nuestras carencias y debilidades, a dar gracias a Dios por no ser autosuficientes en nada, y necesitar de Él y de los demás para vivir en plenitud” y felicidad.
“Jesús, con su encarnación, su pasión y su glorificación reinaugura un modo de relación entre Dios y sus criaturas y entre los humanos, basada en la reciprocidad, en la alegría de nuestra carencia, en la necesidad mutua, en una palabra: en la confianza reencontrada”.
“Si consentimos y acogemos lo que es la nueva obediencia evangélica, ya no tienen consistencia los cerrojos de nuestros miedos, apariencias y seguridades, de nuestras vergüenzas y envidias”. “El Señor nos invita a obedecernos a nosotros mismos, a atrevernos a creer que valemos, que podemos juntar nuestras carencias con las carencias de los demás, para que ya no sean heridas, sino oportunidades de libertad y de amor compartido”, en Cristo.

Valgo, puesto que soy amado

“Esta confianza recobrada es la consecuencia de sabernos amados: valgo, puesto que soy amado. Ahí está el secreto de la obediencia a uno mismo... Si puedo restaurar la confianza en mí mismo y en los hermanos, es porque Dios es digno de confianza, el único totalmente fiable”.
“La obediencia a la manera de Jesús implica revivir la experiencia de un amor privilegiado, gratuito, no merecido, fiel e incondicional: me ama porque me ama y punto. Si puedo tener confianza en mí mismo, es porque me ama y nada más. Normalmente pensamos que tenemos que valer por nosotros mismos para merecer su amor”.
“Es el amor de Dios el que me da confianza en mí mismo, y la confianza en mí mismo me da a la vez confianza en el hermano, por el amor gratuito y sin condiciones”. Dios ama a mi hermano e hijo suyo como me ama a mí y a su propio Hijo. “Si yo mismo, el otro y Dios no constituyen ya amenazas para mi vida, puedo entrar con tranquilidad en un camino de colaboración y solidaridad”.

“En la competencia para ser dios sin el otro o contra él, me destruyo, y destruyo toda posibilidad de divinizarnos. Se trata de atreverse a sentirnos infinitamente amables, tal como somos y como nos hizo Dios, cualquiera que sea la historia de cada uno”. “En la medida en que uno ama más, se entrega más libremente a los demás, da la vida por los amigos, pero no como sumisión a una orden, sino libremente por amor”.
“En la espiritualidad de la confianza ofrecemos el espectáculo de nuestras heridas como prueba gozosa de nuestra redención y liberación definitivas”. “Otro de los instrumentos del retorno a la confianza es el acompañamiento espiritual. En ese caminar juntos hacia la reconciliación universal con un hermano, una hermana, en una comunidad que nos acompaña, nos precede y nos sigue”.
“Camino de compartir, de experiencia, de escucha, de silencio y de compasión; camino de palabra firme a veces, y de corrección fraterna… Todo lo contrario a la dependencia afectiva, a la sumisión temerosa, a la búsqueda de aprobación, a la rebeldía sistemática”. “La confianza se conquista a través de la confianza”, y es indispensable para que la obediencia sea realmente salvífica y grata a Dios.

¿Cómo conocer la voluntad de Dios y poder obedecerle?

Jesús vino al mundo para cumplir la voluntad de Dios, que consiste en la liberación y salvación de los hombres para gloria del Padre: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”. “La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven”. Cristo pasó toda su vida cumpliendo la voluntad del Padre.
Nuestra obediencia tiene el mismo sentido que la obediencia de Jesús: colaborar con él en la liberación y salvación de los hombres, empezando ya por los de casa.

Jesús se retiraba con frecuencia a orar para conocer la voluntad del Padre y luego llevarla a la práctica. En la oración es donde Dios nos comunica su voluntad, así como también en su Palabra meditada, orada; y en las necesidades espirituales y humanas de las personas a nuestro alcance, en las disposiciones de la autoridad.
P. Jesús Álvarez, ssp, Delegado de los Institutos paulinos de vida secular consagrada Virgen de la Anunciación y San Gabriel Arcángel. – Edición privada.
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