LA AMISTAD EN LA VIDA CONSAGRADA


La amistad en la Biblia

Así escribía un maestro judío, Ben Sirá (Sirácides) 180 años antes de Cristo”:

“Las palabras afables multiplican los amigos y un lenguaje amable favorece las buenas relaciones. Que sean muchos los que te saludan, pero el que te aconseja, sea uno entre mil. Si ganas un amigo, gánalo en la prueba, y no le des confianza demasiado pronto. Porque hay amigos ocasionales, que dejan de serlo en el día de tu aflicción. Hay amigos que se vuelven enemigos, y para avergonzarte, revelan el motivo de su rechazo. Hay amigos que comparten tu mesa y dejan de serlo en el día de la aflicción. Mientras te vaya bien, serán como tú; pero si te va mal, se pondrán contra ti y se esconderán de tu vista. Un amigo fiel es un refugio seguro: el que lo encuentra ha encontrado un tesoro. Un amigo fiel no tiene precio, no hay manera de estimar su valor. Un amigo fiel es un bálsamo de vida, que encuentran los que temen al Señor. El que teme al Señor encamina bien su amistad, porque como es él, así también será su amigo”.
 
    Jesús integró la amistad en su plan de salvación, y toda amistad verdadera se hace amistad salvífica y eterna. Una amistad que no se desee eternizar o no pueda hacerse eterna, no es verdadera amistad y va al fracaso.
    El máximo bien que podemos desear y procurar a un amigo, es que la amistad traspase el umbral de la muerte y se haga eterna en el paraíso celestial, en unión con el Amigo que nunca falla, autor de toda amistad verdadera.
    Dar la vida por los amigos equivale a ganarla para la eternidad gloriosa, donde la amistad alcanzará una plenitud y un gozo imposible en este mundo.


Fundamento de la amistad espiritual


“Ustedes serán mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Jn 15, 14). En esta expresión del Maestro se fundamenta la amistad espiritual, que debe animar sobre todo la vida consagrada. Esta amistad no se queda en lo meramente humano, sino que se hace cristiana; o sea: se enraíza en la misma amistad de Cristo resucitado presente: “Ustedes serán mis amigos”. Amistad que va más allá del estar juntos, pues consiste sobre todo en realizar juntos obras de bien y de salvación en unión con Cristo: “...si hacen lo que yo les mando”.

    La amistad espiritual no se reduce a mirarse el uno al otro y gratificarse mutuamente, sino que consiste en mirar y caminar juntos en la misma dirección, aunque no se esté físicamente juntos: miar y caminar, unidos en Cristo y por Cristo, hacia el paraíso eterno, promoviendo la gloria de Dios y la salvación de los hombres.

    La amistad espiritual está vivificada por el mismo amor de Cristo: “Ámense los unos a los otros como yo los amo”; “Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes”. Esta amistad es más fuerte que la muerte, se hace eterna, porque eterno es el amor de Cristo que la sostiene y la hace traspasar intacta y gloriosa los umbrales de la muerte.

    A continuación se transcriben algunos textos sobre la amistad en la vida consagrada, tomados de los Documentos del Capítulo General Especial 1969-1971, en el cual participó el mismo Fundador de la Familia Paulina, el ahora beato Santiago Alberione, quien supo rodearse de grandes amistades de hombres y mujeres para realizar la obra que Dios le confió.


 La amistad, don de Dios y exigencia de la persona humana

La amistad es un don de Dios y al mismo tiempo una exigencia de la persona humana para desarrollarse y hacerse adulta, puesto que permite la evolución normal de la vida afectiva.
     El equilibrio de una comunidad, en lo humano, es un problema de amistad y relaciones. En la base de la vida comunitaria, la amistad permite manifestarse y recibir la estima y el afecto, las cortesías y la confianza, que son elementos esenciales de una vida de familia.

     «En la amistad verdadera, profunda, espiritual, el paulino halla el gozo perfecto de la donación a Dios a través del corazón del hombre...; está protegido contra las desviaciones sentimentales; realiza un rodaje social insustituible; queda ligado en equipo para la conquista del amor eterno en la participación de la fuerza, de la riqueza, de las ansiedades y peligros de los hermanos».

    El Maestro divino quiso rodearse de los Doce que llamó «amigos», con los cuales vivió en clima de intimidad; y lloró por la muerte de su «amigo» Lázaro (Jn 11,1 1; 15,14-15).

    «Un criterio de amistad verdadera es el interés por crear una comunión fraterna. En lugar de monopolizar el corazón del otro, procurar extenderse a los demás, especialmente a los que tienen mayor necesidad de suavidad y afecto».

.    Una amistad verdadera y genuina se desarrolla en la búsqueda de la corrección fraterna. Precisamente en clima de amistad es como puede practicarse este deber cristiano de la corrección (Mt 18,15-17; ver 1 Tes 5,7-14). (n. 340).

    La persona humana necesita comunicar y «el hombre no puede vivir ni desarrollar sus cualidades sin relacionarse con los demás». Siente en sí la necesidad de amar, de darse, y de hacer partícipes a los otros de sus riquezas personales.
    La vida común ayuda a formar «personas... dispuestas a asociar de buena gana su acción a la de los demás», y hace posible la puesta en común que enriquece a cada miembro en particular, y es ventajosa para todo el cuerpo. (341).


Don de Dios y respuesta de la persona humana

Hecha objeto de este precioso don del Padre y tocada con él hasta el fondo de su ser, sus fuerzas naturales, pero sabiendo que debe usar todos los medios de gracia que le permitan actuar «lo que es imposible para los hombres» (Mt 19,26), y convencida de que puede contar, para vivir el don de Dios, con una comunidad de personas consagradas, en la cual la caridad fraterna y la amistad profunda con Cristo deben constituir el ambiente para las más comprometidas y perseverantes respuestas al Espíritu. (424).
.    La respuesta humana debe partir ante todo de una conciencia claramente informada acerca de la estructura del hombre, sus fuerzas, sus instintos, la relación y natural complementariedad de los sexos y la variedad de los valores que el hombre recibe de la naturaleza y de la vocación de Dios.
    Para que la respuesta a Dios sea consciente, y por tanto más segura y serena, el llamado ha de conseguir un buen conocimiento antropológico, que le informe acerca del sexo desde el punto de vista biológico, psicológico y social; sobre la naturaleza dialogal del hombre, fundada sobre su estructura espiritual-corporal; acerca del dominio que el hombre es capaz de ejercer sobre los propios instintos, mediante el raciocinio y la libertad de elección que posee, y sobre el pensamiento de la revelación acerca de la estructura fundamental del ser humano como creatura capaz de alianza con Dios, para la realización de su designio de recapitular todo en Cristo.
    El camino del hombre hacia Dios, que se especifica en el diálogo con él y con los demás hombres, no se realiza solamente «a través de una parte del ser, por así decirlo: debe avanzar todo entero, como persona humana que existe solamente en su corporeidad.
    No se puede prescindir de la condición carnal y de las diferencias propias de cada sexo, ni para ir hacia Dios ni para ir hacia el prójimo. Aun tratándose de un encuentro con el otro, como el que se verifica en la vida religiosa, se ve implicada la persona humana en su totalidad» (425).


El amor fraterno y la amistad entre las personas consagradas

La comunidad a la que Dios nos ha llamado, nos hace vivir en la amistad con Dios y con los hermanos y nos dispone al amor a todos los hombres. Comunidad de consagrados en torno a Cristo virgen, totalmente libre y al servicio de los hombres, nos llama a esa misma experiencia de amor y de libertad y nos pone al servicio del prójimo".

    La comunidad se basa toda sobre la caridad fraterna, que debe «abundar cada vez más» (1 Tes 4,10). En este clima la castidad consagrada halla protección, alimento y empuje hacia el amor; pasa de soledad física, -que sí lo es bajo cierto aspecto- a dilatarse en un grupo: en el prójimo, en los hombres.

    Así la caridad fraterna guarda la voluntaria soledad de nuestra opción de consagrados y nos salva de la deprimente soledad de quien no tiene verdadera relación con Dios y con los hermanos.
    Los deberes de apostolado, tal vez arduos, pueden someter a dura prueba la virtud del religioso paulino y la serenidad de su consagración. Pueden asaltarnos momentos de grave crisis, errores, sufrimientos profundos, peligros de abandono. Ya se sabe que la consagración religiosa compromete duramente y que hay «días malos» (Ef 5,16).
    La caridad fraterna asumirá de una forma particular su valor salvífico en estos momentos de crisis religiosa y de peligro de desbandada. El amor, la comprensión sincera de los superiores y de los hermanos podrán socorrer, en el momento oportuno, al religioso que se halla en dificultad. (433).


La castidad necesita de la amistad fraterna
La amistad, excelente valor en sí misma y medio eficaz para alimentar y sostener nuestra consagración a Dios y contraponernos válidamente al riesgo de la soledad, ha de tenerse en gran estima entre nosotros. «En el estado de castidad hay una exigencia de amistad fraterna.
    Cuando el Señor llamó a sus apóstoles, los llamó a constituir un colegio, los llamó a vivir en comunidad fraterna en torno a él. Los que son llamados y responden se comprometen por lo mismo a realizar entre ellos esta amistad fraterna con particular perfección y generosidad».
    Las amistades son una forma más perfecta, si cabe, de la caridad fraterna. Pablo VI considera la amistad como una forma elemental pero fecundísima de riqueza espiritual, y la ve como alimento del apostolado: «La amistad se funda en afinidades espirituales espontáneas, que producen placer y fervor, encienden la fantasía y facilitan las iniciativas de apostolado, que tal vez uno solo no se atrevería a emprender» (434).


La amistad entre consagrados y consagradas

Sobre la relación de amistad entre hombres y mujeres, sean o no consagradas a Dios, hemos de tomar una posición clara y consciente, que tenga en cuenta nuestra naturaleza, la época en que vivimos y las circunstancias prácticas de nuestra vida de apostolado.
     El Fundador de la Familia Paulina estimaba mucho a la mujer y le confió numerosas tareas apostólicas que la ponen en contacto con nosotros en su vida y en sus obras. Más que en la fuga deberemos inspirarnos en el amor de Díos y de los hermanos, que supone renuncias indispensables, asumidas voluntariamente para tender a la plenitud de la caridad.
    Si hay encuentros, éstos deberán contar con el único presupuesto del espíritu que nos une con muchos hermanos en una gran familia religiosa. A esa altura deberán enfocarse nuestras mutuas relaciones. Fuera de ese clima espiritual sinceramente asumido y vivido, nuestros encuentros carecerían de sentido. (435).