Serán como ángeles e hijos de Dios
por ser hijos de la resurrección
Domingo 32° durante del año
7 noviembre 2010
Se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: - Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda para dejar descendencia a su hermano”. Pues se da el caso de siete hermanos, de los cuales el primero murió sin dejar descendencia. Y uno tras otro se casaron con la viuda y murieron sin dejar tener hijos. Y por fin murió también la mujer. Dinos: cuando llegue la resurrección, de cuál de los siete será esposa la mujer? Jesús les contestó: - En esta vida hombres y mujeres se casan, pero quienes sean juzgados dignos de la vida eterna y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, sino que son como ángeles e hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Lc 20, 27-38.
Los saduceos - como tanta gente hoy, incluso “cristiana” - sólo creían lo que lograban comprender con su limitada inteligencia y tocar con sus manos. Pensaban que Dios sólo puede hacer lo que el hombre pueda comprender. Y eso es encerrar a Dios en la casilla de la diminuta mente humana; es negarlo.
En todas las religiones serias se cree que el hombre recibe de Dios el ser y la vida, y a Dios vuelve a través del paso por la muerte, para llevar junto a él una nueva vida sin muerte, si pasó por esta vida haciendo el bien.
Creer en un Dios Padre, que nos ama incondicionalmente, y a la vez pensar que ese amor se limita a nuestro corto y muchas veces doloroso paso por la tierra, sería tener una imagen absurda y monstruosa de Dios. “Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los más dignos de lástima” (1Cor 15, 19).
Dios no puede amarnos sólo por un tiempo y frustrar la insaciable sed de felicidad y gozo, intimidad y comunión con él; sed que él puso en nuestro ser, y que en esta tierra es imposible saciar.
Nosotros creemos y esperamos la resurrección, aunque no podamos demostrarla ni imaginarla, porque pertenece a un orden totalmente distinto, al mundo nuevo que cae fuera de nuestras categorías y experiencias. Es como si un niño desde el seno materno quisiera comprender lo que le espera al abrirse a este mundo.
La prueba y garantía de nuestra resurrección es la resurrección de Cristo, creída por la fe, no por pruebas científicas o históricas. La resurrección de Cristo y de los muertos es el centro y meta de la fe cristiana. La vida en la perspectiva de la resurrección se vuelve de una fascinante belleza.
A quienes preguntan con qué cuerpo vamos a resucitar, san Pablo les responde: “¡Necio!, lo que siembras no es la planta que nace, sino una simple semilla” (1Co 15, 37). La semilla muere y se pudre al dar vida a una planta nueva. Mucho mayor es la diferencia entre el cuerpo físico que se descompone y el cuerpo resucitado, glorioso como el de Cristo Jesús, que Dios nos dará al morir, si lo hemos seguido creyendo en él.
Y no hay que esperar el fin del mundo o sufrir absurdas reencarnaciones, sino que la resurrección se verifica en el momento de la muerte, como aseguró Jesús al buen ladrón: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. Cierto: hay también resurrección para la segunda muerte, para quienes han rechazado conscientemente a Dios y su oferta de salvación y resurrección.
Pero lo decisivo no es comprender la resurrección, sino desearla, prepararse para ella y así alcanzarla gracias a la misericordia de Dios, que toma en cuenta nuestras buenas obras y nuestras cruces asociadas a la cruz de Cristo, que por la pasión mereció la resurrección para él y para nosotros. Sin resurrección la vida no tiene sentido ni aliciente.
p.j.