Nosotros estamos rodeados de presencias del mundo invisible, mucho más grande y maravilloso que el mundo visible. Unas presencias son benévolas: los ángeles de Dios, y otras malévolas: los ángeles de Satanás. Y nosotros nos decidimos por los unos o los otros, incluso sin darnos cuenta.
“Dios ha dado órdenes a sus ángeles para que te guarden en tus caminos”, dice la Biblia. No podemos sospechar siquiera de cuántos peligros, desgracias, males, tentaciones… no ha librado Dios por medio de sus ángeles. Y cuántos los favores nos han hecho, hacen y harán.
San Pedro aconseja: “Miren que Satanás anda rondándolos buscando a quién devorar. Resístanle firmes en la fe”, orando y obedeciendo al Ángel de la Guarda, que tiene poder superior al de Satanás.
Escribe san Bernardo: “Dios envía a los espíritus bienaventurados para que nos sirvan y nos ayuden, y los constituye nuestros guardianes, mandándoles que sean nuestros tutores. Hemos de estarles agradecidos, pues cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras necesidades, que son tan grandes”.
“Amemos con verdadero afecto a los ángeles, pensando que un día hemos de participar con ellos de la misma herencia eterna. Aunque nos queda un camino tan largo y tan peligroso, nada debemos temer bajo la custodia de unos guardianes tan poderosos”.
“Ellos, que nos guardan en nuestros caminos, no pueden ser vencidos ni engañados, y menos aún pueden engañarnos; basta con que los sigamos, que estemos unidos a ellos, y viviremos así a la sombra del Altísimo”.
Experimentemos la diferencia entre un día en que invocamos con frecuencia a nuestro Ángel, lo escuchamos en nuestra conciencia y corazón, y un día en que nos olvidamos de él y de Dios.
Pj-ssp
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