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Aquí sólo se reportan algunos párrafos, que seguro despertarán las ganas de meditarlo entero.
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Con ocasión de la Cuaresma, La iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponerles algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: “La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo”.
“Justicia” significa “dar a cada uno lo suyo”. Pero esta definición no aclara en qué consiste “lo suyo”. Aquello de lo que el ser humano tiene más necesidad no se le puede garantizar por la ley. Necesita algo más íntimo que sólo se le puede conceder gratuitamente: el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle.
Jesús condena sin duda la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas.
Pero la “justicia distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Éste, además del pan y más que el pan, necesita de Dios, como observa san Agustín: “No es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios”.
Muchas ideologías modernas tienen este presupuesto: “Dado que la justicia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar, como advierte Jesús, es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal.
Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse sobre sí mismo, a imponerse por encima de los demás y en contra de ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original.
¿Cómo puede el hombre liberarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en Dios que “levanta del polvo al desvalido” y la justicia para con el prójimo. Dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios. Por tanto, para entrar en la justicia, es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia.
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia en el hombre. ¿Cuál es la justicia de Cristo? Es ante todo la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre el que repara, se cura a sí mismo y a los demás. La “propiciación” tiene lugar en la “sangre” de Cristo… que llega a aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre.
Aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio de nuestro rescate, un precio verdaderamente exorbitante.
Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, esa indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende entonces que la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio, sino que hace falta humildad para aceptar que tengo necesidad de Otro que me libere de “lo mío” para darme gratuitamente “lo suyo”.
Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande” que es la del amor, la justicia de quien, en cualquier caso, se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según propia dignidad de hombres y donde la justicia se vea vivificada por el amor.
Con ocasión de la Cuaresma, La iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponerles algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: “La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo”.
“Justicia” significa “dar a cada uno lo suyo”. Pero esta definición no aclara en qué consiste “lo suyo”. Aquello de lo que el ser humano tiene más necesidad no se le puede garantizar por la ley. Necesita algo más íntimo que sólo se le puede conceder gratuitamente: el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle.
Jesús condena sin duda la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas.
Pero la “justicia distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Éste, además del pan y más que el pan, necesita de Dios, como observa san Agustín: “No es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios”.
Muchas ideologías modernas tienen este presupuesto: “Dado que la justicia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar, como advierte Jesús, es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal.
Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse sobre sí mismo, a imponerse por encima de los demás y en contra de ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original.
¿Cómo puede el hombre liberarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en Dios que “levanta del polvo al desvalido” y la justicia para con el prójimo. Dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios. Por tanto, para entrar en la justicia, es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia.
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia en el hombre. ¿Cuál es la justicia de Cristo? Es ante todo la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre el que repara, se cura a sí mismo y a los demás. La “propiciación” tiene lugar en la “sangre” de Cristo… que llega a aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre.
Aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio de nuestro rescate, un precio verdaderamente exorbitante.
Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, esa indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende entonces que la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio, sino que hace falta humildad para aceptar que tengo necesidad de Otro que me libere de “lo mío” para darme gratuitamente “lo suyo”.
Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande” que es la del amor, la justicia de quien, en cualquier caso, se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según propia dignidad de hombres y donde la justicia se vea vivificada por el amor.