MISERICORDIA SIN LÍMITES





Domingo 4° cuaresma-C / 14-03-2010

Jesús les dijo esta parábola: "Había un hombre que tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: ‘Dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y el padre repartió sus bienes entre los dos. El hijo menor juntó todos sus haberes, y unos días después se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada. Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Fue a buscar trabajo y se puso al servicio de un habitante del lugar, que lo envió a su campo a cuidar cerdos. Hubiera deseado llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero nadie le daba algo. Finalmente recapacitó y se dijo: ‘¡Cuántos asalariados de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus empleados’. Se levantó, pues, y se fue donde su padre. Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó. Entonces el hijo le habló: ‘Padre, he pecado contra Dios y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus servidores: ‘¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. Traigan el ternero gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y comenzaron la fiesta”. Lc 15,1-3. 11-32.

Esta página, la más bella de toda la literatura universal, sólo podía salir de la boca de la misma Sabiduría de Dios, Jesús, pues sólo él conoce a fondo el corazón de su Padre y el corazón del hombre. Ningún otro podría hablar de esa forma sobre el tierno e inmenso amor de Dios. Ninguna otra religión habla así de la infinita misericordia divina.

Sólo puede impedir el perdón de Dios el negarse a recibirlo; negativa que evidencia quien no reconoce ni detesta la ofensa hecha a Dios directamente o en el prójimo o en la propia persona; y también se cierra al perdón quien no se esfuerza en serio por salir del pecado y evitarlo.

El padre no perdonó al hijo sólo por lo que dijo, sino porque era hijo suyo muy querido y porque manifestaba su conversión regresando a casa. Dios goza perdonándonos porque somos sus hijos queridos, a quienes el pecado pone en manos de su enemigo, pero que nos recupera con nuestra conversión y con su perdón.

Por eso no podemos en absoluto esperar a poder confesarnos para dar a Dios la gran alegría de perdonarnos y darnos a nosotros el gozo de sentirnos perdonados. Aunque la confesión sea necesaria para comulgar si hemos cometido pecados graves. Pero sí podemos hacer la comunión espiritual, tan venida amenos, y que consiste en abrazarnos a Cristo presente como hizo el hijo pródigo, suplicando: “Ven, Señor, a mi corazón y a mi vida, a mis penas y alegrías”.

Dios concede infaliblemente el perdón a quien se convierte de verdad, y en el momento en que le pide sinceramente perdón. Como también perdona cuando nosotros perdonamos de verdad: “Si ustedes perdonan, también el Padre celestial les perdonará a ustedes”; e igual perdona a quien hace obras de misericordia:
“Tuve hambre y sed; estaba desnudo, en la cárcel, enfermo..., y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes desde el principio del mundo”.

Si Jesús nos pide que perdonemos setenta veces siete por día, quiere decir que el Padre nos perdona siempre que pedimos perdón con sinceridad. Jesús dijo a santa Josefina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, tanto más derecho tiene a mi misericordia”. Incomprensible, pero es la verdad.


Jos 4, 19; 5, 10-12 - Yavé dijo entonces a Josué: "Hoy he lanzado lejos de ustedes la vergüenza de Egipto". Por eso dieron a ese lugar el nombre que tiene todavía: Guilgal. Los israelitas acamparon en Guilgal y la tarde del décimo cuarto día del mes celebraron la Pascua en las llanuras de Jericó. Al día siguiente de la Pascua, comieron de los frutos del país, panes sin levadura y grano tostado. El maná dejó de caer el día antes, en vista de que ya se alimentaban de los frutos del país. Los israelitas no tuvieron más maná; a partir de ese año se alimentaron de los frutos del país de Canaán.

Los israelitas habían merecido el destierro a causa de sus pecados, y estuvieron cuatrocientos años como esclavos de los egipcios. Pero Dios al fin se compadece, les perdona misericordiosamente y les envía a Moisés para librarlos de tanto sufrimiento, y para conducirlos, con milagros de misericordia, a la tierra prometida. Entre esos milagros destaca el maná.

Esa historia refleja nuestra experiencia actual: por la conversión y el perdón (liberación de la esclavitud del pecado) nos ponemos en marcha hacia celebración de la Pascua en la Iglesia, alimentados por el maná de la Eucaristía, que injerta en nosotros la vida divina y nos merece la promesa de Jesús:
“Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.

Esta perspectiva pascual de nuestra fe, apoyada en la misericordia de Dios y en la verdad fundamental de la resurrección, supera inmensamente y hace inútil para los cristianos la teoría de la reencarnación, hoy tan extendida, incluso entre muchos bautizados. En esa teoría no hay misericordia ni perdón, sino fatalidad de sufrimiento absurdo e indefinido, sin esperanza cierta, ni para inocentes ni para pecadores.


2Cor 5,17-21- Toda persona que está en Cristo es una creación nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado. Todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió con él en Cristo y que a nosotros nos encomienda el mensaje de la reconciliación. Pues en Cristo Dios estaba reconciliando el mundo con él; ya no tomaba en cuenta los pecados de los hombres, sino que a nosotros nos entregaba el mensaje de la reconciliación. Nos presentamos, pues, como embajadores de Cristo, como si Dios mismo les exhortara por nuestra boca. En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios! Dios hizo cargar con nuestro pecado al que no cometió pecado, para que así nosotros participáramos en él de la justicia y perfección de Dios.

Ser cristiano es vivir en Cristo, unido a él por el amor, la fe y las obras. El cristiano es una criatura nueva, pues vive en la juventud eterna de Cristo. San Pablo declara su experiencia cristiana: “No soy yo el que vive; es Cristo quien vive en mí”.

Es necesario desterrar totalmente la ilusión de que se puede ser cristiano –o católico- verdadero sin esa unión afectiva y efectiva con Cristo, sin esa vida en Cristo. Es hora de acabar con la pretensión engañosa de poder ser cristianos sin Cristo; o sea: no acogiendo a Cristo resucitado como centro de la vida ordinaria y cotidiana: de alegrías y sufrimientos, fatigas y descanso. “Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo”, sentencia san Pablo.

Dios anhela que nos dejemos reconciliar con él, puesto que Hijo mismo ha decidido cargar sobre sí nuestros pecados, cuyas consecuencias fatales de ninguna manera podían ser reparadas por nosotros, como pretende la teoría de la reencarnación.

Dios ha confiado a la Iglesia el poder de perdonar merecido por Cristo. La fe católica es la fe del perdón de los pecados, de la fiesta del perdón y de la fiesta pascual: la resurrección de Cristo y la nuestra que él nos mereció.

P. Jesús Álvarez, ssp

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