La INMACULADA, esperanza y garantía de salvación


La Inmaculada Concepción de la Virgen María
8 de diciembre

Llegó el ángel Gabriel hasta María y le dijo:
Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. María quedó muy conmovida al oír estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo.
Pero el ángel le dijo: - No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de su antepasado David; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás.
María entonces dijo al ángel: - ¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?
Contestó el ángel: - El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. (Lc. 1,26-38)
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La solemnidad de la Inmaculada forma parte del misterio del adviento: por María Inmaculada viene al mundo el Salvador. La Inmaculada es el símbolo y la primicia de la humanidad redimida y el fruto más espléndido de la obra redentora de Cristo.

La concepción inmaculada de María es una verdad firme que la Iglesia acoge y propone apoyándose en la experiencia de fe vivida durante siglos por el Pueblo de Dios. Es una grandiosa iniciativa del amor salvador de Dios que supera la inteligencia y la capacidad expresiva del lenguaje humano. Este admirable don de Dios abre al hombre la esperanza de poder realizar sus aspiraciones más hondas e imperecederas de felicidad eterna en el paraíso.

María Inmaculada es el signo de la meta a la que Dios nos llama: la victoria eterna sobre el pecado, sobre el mal y la muerte, la cual por Cristo se hace puerta de la resurrección y de la gloria eterna que Dios tiene preparada para quienes lo aman.

La Inmaculada marca el principio del plan de Dios de realizar una nueva creación, donde la humanidad goce una vida llena de luz, en plena libertad, en relación de amor con Dios, con el prójimo y con la creación.

¿Quién puede no desear compartir eternamente con nuestra Madre María la transparencia, la alegría, la belleza, la plenitud, la gracia de ser Inmaculada? Ella es la garantía de que un día seremos como ella, sanados de raíz.

La verdadera devoción a la Virgen consiste en imitarla en esta vocación y misión: acoger en nuestro corazón y en nuestras vidas a Cristo, vivir la gozosa experiencia de su presencia en nosotros, para darlo a los otros con el ejemplo, la oración, las obras, el sufrimiento ofrecido, la palabra, la alegría, el amor, la fe y la esperanza.

En la Comunión eucarística recibimos al mismo Jesús que María acogió en la Anunciación. Y si lo acogemos con fe, amor y pureza de corazón, lo daremos sin duda a los otros, como ella, aunque no nos demos cuenta.

Entonces produciremos frutos de salvación para los otros y para nosotros, porque “quien está unido a mí, produce mucho fruto”, como asegura el mismo Jesús. María fue la criatura más unida a Cristo, y por eso la que produjo el máximo fruto de salvación para la humanidad: el mismo Jesús, que es “el fruto bendito de su vientre”.

El mal, el pecado existen en nuestro corazón y a nuestro alrededor, en la familia, en la Iglesia y en la sociedad: la injusticia, la prepotencia, la violencia, las violaciones, la corrupción, el holocausto de inocentes no nacidos y nacidos, la indiferencia, el placer egoísta a costa del sufrimiento ajeno, el divorcio, el odio, la guerra, el dominio despótico sobre los más débiles...

Pero el mal y el pecado, con todas sus consecuencias, se vencen sólo “a fuerza de bien”, en unión con Cristo y con María Inmaculada, que tienen en su mano la victoria segura sobre todo mal y sobre la misma muerte.

La presencia de Jesús victorioso, formado también en nosotros por el Espíritu Santo, y la presencia maternal de María en nuestras vidas, las tenemos garantizadas por la misma palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Donde está Jesús, allí también está María, Madre suya y nuestra.


p. j.