TU FE TE HA SALVADO. QUÉDATE EN PAZ



A QUIEN MUCHO SE LE PERDONA, MUCHO AMA

Domingo 11º durante el año - C / 16-06-2013

Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Una mujer pecadora, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!» Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte». «Di, Maestro», respondió él. «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados. Por eso demuestra mucho amor. Pero aquél a quien se le perdona poco, demuestra poco amor». Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados». Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
(Lc 7, 36 - 8, 3).

La pecadora se presenta de improviso en el banquete y se comporta con toda libertad frente al “qué dirán”, y eso da a entender que ya conocía a Jesús y había tenido con él un encuentro de conversión, perdón y liberación.

Jesús establece una relación nueva con los pecadores, a quienes las autoridades religiosas consideraban indignos de ser amados, acogidos, y hasta los consideraban malditos. Por eso Jesús aclara: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13).

Los escribas y fariseos se consideran “justos”; y se escandalizan porque Jesús acepta aquellas atenciones “fuera de lugar”. Pero la pecadora, por el arrepentimiento y el gran amor a Jesús por haberla perdonado, ya está limpia. Es ya una “pecadora buena”, convertida.

En verdad que no hay motivo más grande para amar a Dios que el perdón incansable de nuestros pecados. Perdón que merece una inmensa y eterna gratitud, porque nos devuelve el derecho a la vida eternamente feliz en la Casa del Padre; derecho que habíamos perdido por el pecado.

Sin embargo, Dios también se siente feliz perdonando: “Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos” (Lc 15,10). Y desea que también nosotros gocemos la gran felicidad de perdonar al prójimo como él nos perdona. El perdón es la obra del amor más puro, libre de todo egoísmo.

Que Dios nos dé el gozo de perdonar “setenta veces siete”. La mejor señal de que amamos a Dios y al prójimo, es el perdón que damos a quienes nos ofenden. Y la mejor señal de que Dios nos ama, es el perdón que nos concede.

Por otra parte, sería fatal ligereza creer que Dios perdona todo sin condición alguna, y que la salvación la tenemos asegurada por más que nos aferremos al pecado, negándonos a volver a Dios. Jesús mismo nos lo dice bien claro: “Si ustedes no perdonan, no serán perdonados” (Mt 6, 15).

Danos, Señor, la gracia y el gozo de saber perdonar, para que tú puedas tener el gozo de perdonarnos.

Samuel 12,7-10. 13 - En aquellos días, dijo Natán a David: “Así dice el Señor Dios de Israel: Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu Señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y por si fuera poco, pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías el hitita y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa”. David respondió a Natán: “He pecado contra el Señor”. Y Natán le dijo: “Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás”.

David, gran preferido de Dios, cae en los abominables pecados de adulterio y asesinato, y merece la muerte. Sin embargo reconoce su culpa y compone el Salmo 50: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión, borra mis culpas, lava mis delitos”.

¿Qué habría yo merecido por mis pecados? Pero Dios “no nos paga según merecen nuestras culpas” (Salmo 103, 10). Es necesario pedir perdón sin cansarnos, pues Él goza perdonándonos y no se cansa de perdonar.

Mas el perdón de Dios está condicionado a nuestro perdón para con el prójimo: “Si perdonan, serán perdonados” (Mt 6, 14).

No hay razón alguna para dudar del perdón de Dios, si lo queremos y lo pedimos de corazón. Desconfiar de su misericordia es el pecado que más le duele y ofende. Como le duele y le ofende la falta de gratitud por el perdón de Él recibido. 

El perdón de Dios merece una permanente gratitud y amor hacia Él. “Tu gracia, Señor, vale más que la vida; te alabarán mis labios” (Salmo 62), La vida sin el perdón de Dios desemboca en muerte eterna. Más valdría no haber nacido.

GÁLATAS 2,16. 19-21 Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la ley. Para la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero si la justificación fuera efecto de la ley, la muerte de Cristo sería inútil.

El perdón, la justificación y la salvación no se deben al cumplimiento de leyes, normas, ritos y obras, sino sólo a la fe en Cristo, que murió y resucitó por nuestra salvación. Por su muerte nos mereció el perdón, y por su resurrección nos dio la justificación, la cual es relación positiva y filial, amorosa con Dios, gracias a Cristo.

Entonces las leyes, las obras, las normas y los ritos ¿no tienen ningún valor? Por sí solos no lo tienen. El canal no sirve de nada si no está conectado a la fuente, como el sarmiento cortado de la vid no puede dar frutos.

Por eso en los ritos, leyes y obras tiene que preocuparnos más la fe y el encuentro amoroso con Cristo, que el cumplimiento externo, pues sólo el Salvador resucitado, acogido con fe y amor, confiere eficacia santificadora y salvadora a los ritos, leyes y acciones.

Sólo la unión real con Cristo resucitado presente hace al verdadero cristiano, que es persona unida a Cristo. Unión que san Pablo expresa de manera magistral: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí… Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Gál 2, 20). Y Jesús dijo: “Quien me come, vivirá por mí” (Jn 6, 57).

P. Jesús Álvarez, ssp

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