LA GLORIA DE NUESTRA REINA Y MADRE

Asunción de María / 15 agosto 2013


Entró María en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír el saludo Isabel, el niño saltó de alegría en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó: - ¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!... ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirán las promesas del Señor! María entonces dijo: - Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me llamarán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre! Muestra su misericordia siglo tras siglo a todos aquellos que viven en su presencia. Desplegó la fuerza de su brazo: deshizo a los soberbios y sus planes. Derribó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su siervo, se acordó de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes para siempre. (Lucas 1, 38-56).

Santa Isabel ensalzó a la Virgen María por el prodigio realizado en ella: la encarnación del Salvador del mundo; y Dios la ensalzó a los cielos por haber creído en el mensaje del ángel sobre la promesa de la salvación universal por obra de su Hijo; por haberle dado la vida humana y haber compartido con él las alegrías y las penas, las persecuciones y la pasión.

Y nosotros ensalzamos con toda justicia a la Virgen María en la fiesta de la Asunción, en sintonía con el mismo Dios que la elevó a una gran gloria en el cielo como premio a su fe, a su fidelidad y a su amor incondicional; la hizo Reina de cielos y tierra, y Madre de la misericordia para la humanidad.

Amar y celebrar a María no supone disminuir al Hijo. Quien ama al Hijo, ¿cómo podrá no amar a su Madre? Y quien no honra a la Madre, no honra ni ama de veras al Hijo. Los hermanos de otras confesiones están en un gran error al no venerar a la Madre del Salvador. Quienes la adorasen como se adora a Dios, ofenderían a la Trinidad y a la misma Virgen María.

Ella misma reconoce y declara su condición de criatura y de humilde servidora del Señor. No se atribuye las “grandes cosas que Dios ha hecho en ella”. Y por esa obra de Dios en ella, que no es sólo para ella, declara que “todas las generaciones la proclamarán feliz”.

Hoy es un día especial para felicitar a nuestra Madre María por el triunfo que Jesús le concedió sobre la muerte, y por el aniversario de su nacimiento a la vida eterna. Es un día para felicitarnos también a nosotros, porque la Asunción es la garantía de lo que Dios quiere y tiene preparado para nosotros, junto a nuestra gloriosa Madre celestial.

El destino de nuestra persona no es el sepulcro ni una absurda reencarnación indefinida. Del cuerpo físico Dios hará surgir un cuerpo glorioso como el de Jesús y el de María, a semejanza de la semilla que se pudre bajo tierra y da origen a una planta muy superior a esa semilla.

La verdadera devoción a María consiste en imitarla, estarle agradecidos, amarla, invocarla y escucharla, pues ella colaboró directamente con su Hijo en la obra de nuestra salvación, y subió al cielo para continuar esa obra desde allí con su intercesión. Y nosotros estamos llamados a imitarla, y así gozar con ella de la fiesta eterna en la Casa de la Trinidad, nuestro hogar.

Apocalipsis 11,19. 12,1-6. 10

Apareció en el cielo una señal grandiosa: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Está embarazada y grita de dolor, porque le ha llegado la hora de dar a luz. Apareció también otra señal: un enorme dragón rojo con siete cabezas y diez cuernos, y en las cabezas siete coronas; con su cola barre la tercera parte de las estrellas del cielo, precipitándolas sobre la tierra. El dragón se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz para devorar a su hijo en cuanto naciera. Y la mujer dio a luz un hijo varón, que ha de gobernar a todas las naciones con vara de hierro; pero su hijo fue arrebatado y llevado al trono Dios y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar que Dios le ha preparado.


La mujer y el dragón del Apocalipsis simbolizan la lucha entre el bien y el mal; lucha que también hoy se libra frente al anuncio del Evangelio, rechazado por este mundo.

La Iglesia, Pueblo de Dios, es guiada por Cristo Resucitado, nacido de María hacia la victoria final. La misión de la Iglesia -la paz y la salvación de los hombres para gloria del Padre- tiene el triunfo asegurado, pues el invencible Rey de la Gloria está en ella “todos los días hasta el fin del mundo”.

El “dragón rojo” simboliza al mal que infecta la historia humana por obra de Satanás y de quienes tienen el poder temporal, y tratan de eliminar el fruto del vientre de la Mujer, Cristo Jesús, considerado una amenaza para sus planes egoístas.

María es figura de la Iglesia militante en la tierra y de la Iglesia resucitada en el cielo. María, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada de estrellas, adelanta la victoria final sobre el mal y la muerte. Victoria que compartirá todo el que se asocie a Cristo para compartir su misión salvadora en compañía de la Reina de cielos y tierra, María, nuestra amantísima Madre.


1Corintios 15, 20-27

Cristo resucitó de entre los muertos, siendo el primero y primicia de los que se durmieron. Un hombre trajo la muerte, y un hombre también trae la resurrección de los muertos. Todos mueren por estar incluidos en Adán, y todos también recibirán la vida en Cristo. Pero se respeta el lugar de cada uno: Cristo es primero, y más tarde les tocará a los suyos, cuando Cristo venga a buscarlos. Luego llegará el fin. Cristo entregará el Reino a Dios Padre después de haber desarmado todo principado, poder y fuerza. Dios pondrá todas las cosas bajo sus pies.


Cristo Jesús es la primicia de los resucitados, y con su resurrección abre para nosotros el camino de nuestra resurrección y de la gloria eterna con la Trinidad. María es la primera de la raza humana que recorre ese camino.

La Asunción de María nos confirma que con la resurrección de Jesús la humanidad y la creación entera llegarán a su plenitud. Nuestro destino se realiza más allá de la muerte física, del universo y del tiempo, en el reino eterno de Cristo.

El reino de Jesús es el reino de la vida, y al final la muerte será aniquilada por el Resucitado y por nuestra resurrección, para que reine totalmente la vida eterna para todos los que optan por Cristo en la construcción de su reino ya desde este mundo. 

P. Jesús Álvarez, ssp

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