VALE MÁS AGRADECER QUE PEDIR


LA GRATITUD, MEMORIA DEL CORAZÓN

Domingo 28º durante el año-C/13-10-2013

Iba Jesús caminando hacia Jerusalén y salieron a su encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y a gritos le decían:  ¡Jesús Maestro, ten compasión de nosotros! A verlos, Jesús les dijo: Vayan a presentarse a los sacerdotes. Y mientras iban de camino, quedaron todos sanos. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios en alta voz y, echándose a los pies de Jesús con el rostro en tierra, le daba gracias. Este era samaritano. Jesús entonces preguntó: ¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo:  Levántate y vete, que tu fe te ha salvado. (Lc. 17, 11-19).
La gratitud es la memoria del corazón. Sin embargo, nos dirigimos a Dios más para pedirle favores que para darle gracias, alabarlo y adorarlo con amor y gozo por los inmensos favores que nos ha hecho, nos hace y nos hará; y los favores más grandes sin que se los hayamos pedido: la vida, la familia, la creación, la fe, la Biblia, la Eucaristía…, la resurrección y la vida eterna.
No nos limitemos a la oración de petición, y demos gracias a Dios de continuo, como exhorta san Pablo: "Oren continuamente, dando gracias a Dios", pues la oración de gratitud es la más eficaz para que nos dé, nos conserve y multiplique sus dones, especialmente nos dé el don máximo y definitivo: el paraíso eterno y Él mismo, nuestra herencia eterna.
Sí, los creyentes necesitamos cultivar más y mejor la memoria del corazón para con Dios. Esa gratitud amorosa por cuanto Dios es para cada uno de nosotros: la fuente inagotable de todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos.
Los diez leprosos no atribuyen a Dios su horrible enfermedad, sino que de Dios esperan la curación, pues es el único que puede curarlos. Mas hoy muchos que se dicen creyentes, achacan a Dios las enfermedades y desgracias que les suceden a ellos o a otros, y que tienen otras causas.
Dios puede permitir la enfermedad y la desgracia, como permite la muerte por ser la puerta de la vida eterna, pues esta vida no es la vida. Como un padre y una madre permiten y desean una operación dolorosa que salva la vida de un hijo. Pero no tienen culpa alguna del dolor causado por la operación, sino que sufren con él.
¡Cuántas veces la enfermedad y la desgracia son el único recurso que puede despertar al hombre de una existencia sin sentido o de una rutina religiosa en la que vivía muriendo, camino del fracaso eterno.
Puede ser que estemos imitando a los nueve leprosos judíos que no volvieron a dar gracias, porque para ellos contaba más su curación y cumplir la ley que la gratitud a la persona que los había curado. Sólo un pagano reconoció en su curación el amor de Dios Padre que lo llamaba a cambiar de vida para mejor.
Por desgracia podemos sentirnos dueños absolutos de los dones de Dios, y creer que no tenemos que agradecerle nada. Es más: nos sentimos con derecho idolatrar sus bienes, poniéndolos en lugar de Él, utilizarlos para ofenderlo, e incluso considerarlo un rival de nuestra felicidad. Lo cual es grande y fatal desacierto.
La gratitud hecha vida, nos da paz, alegría, mérito, salvación, esperanza, para construir así, de la mano de Dios, la vida feliz que Él quiere para todos en el tiempo y en la eternidad. La gratitud a Dios es garantía de que lo amamos de verdad, con ese amor que “cubre multitud de pecados”.

p.j.á.
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