SI SUFRIMOS CON ÉL, REINAREMOS CON ÉL

RESUCITANOS, SEÑOR, RESUCÍTANOS




Jesús tomó a consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó a un cerro. Allí se transfiguró delante de ellos y su rostro resplan-decía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Pedro entonces tomó la palabra y dijo: - Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No había terminado aún de hablar, cuando una nube luminosa los cubrió, y se oyó una voz desde la nube que decía: - “Éste es mi Hijo, el amado, mi pre-dilecto. Escúchenlo”. Los discípulos cayeron a tierra llenos de espanto. Pero Jesús se les acercó, los tocó y les dijo: - “Levántense, no teman”. (Mt 17, 1-9).

Con la transfiguración de Jesús y la aparición de Moisés y Elías, el Maestro quiso demostrarles a los discípulos que mediante su pasión y muerte iba hacia la resurrección gloriosa. En realidad, iba a empezar todo. Él no había venido para instaurar un reino temporal, sino el Reino eterno para Él, para ellos y para quienes lo sigan llevando con él la cruz y alegrías de cada día
Dios nos regala también a nosotros momentos de Tabor, de luz y gozo, que debemos agradecer sin cansarnos: encuentro amoroso con Dios, éxitos, familia, amistad, ternura. Nuestra vida temporal no es la vida, sino un anticipo de la vida eterna. Las alegrías y sufrimientos hacen brotar en nosotros los deseos de la vida gloriosa en el Paraíso, que Jesús nos tiene preparada. No perdamos nuestra casa celestial, ¡por nada del mundo!
Dios goza cuando nos ve gozar con gratitud todo lo bueno y lícito que nos da y ofrezcamos todo sufrimiento, asociándolo a la cruz de Cristo, para llegar a la resurrección y a la gloria que Él nos alcanzó también a nosotros, gracias a su muerte y a su resurrección. Por eso con verdad decía san Pablo: “Alégrense cuando compartan los sufrimientos de Cristo”. “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación con el cúmulo de gloria que nos espera”.
“Si sufrimos con él, reinaremos con él”. Si ayudamos a los otros en el camino de la salvación eterna, si les perdonamos y los acogemos, con amor, Cristo nos ayudará, nos perdonará y nos acogerá para siempre en su gloria. Y ese día feliz puede no estar lejos, para  mí, para ti, como para millones de seres humanos que pasan cada día a la otra vida. Lo decisivo es asegurarnos el éxito eterno de la resurrección, viviendo en el amor a Dios y al prójimo.
San Pablo no alienta: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”, y aman al prójimo. Dos amores inseparables, hechos un único amor, que nos asegura el destino eterno de amor y felicidad con Cristo: la resurrección y la gloria.
Al inicio de su misión pública, mientras Juan bautizaba a Jesús en el Jordán, se oyó la voz del Padre: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. Ante la frustración total de los discípulos, el Padre, en la Transfiguración, les repite el mismo mensaje consolador que en el día del bautismo de Jesús, “Éste es mi Hijo muy amado, mi predilecto; escúchenlo”.
Jesús les aseguró: “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. “Quien escucha mi Palabra y la cumple, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. No tenemos otro salvador fuera de Él.

P.J.
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