Domingo IV de Adviento
B / 21-dic. 2014
B / 21-dic. 2014
ALÉGRATE, LLENA DE GRACIA

Hace más de dos mil años, en un rincón
desconocido en el mundo, en el seno de una jovencita aldeana e insignificante,
se encarnaba el Mesías, Hijo de Dios, asumiendo la vida mortal para hacer
eterna nuestra vida temporal. Este hecho, sólo conocido por la desconocida
jovencita María, iba a cambiar para siempre la historia de la humanidad. Es el
grandioso acontecimiento que en la Navidad conmemoramos.
María estudiaba y vivía cuanto en las
Escrituras se refería a la venida del Mesías prometido. Anhelaba e imploraba su
pronta llegada, pero nunca habría soñado ser ella la elegida para ser madre del
Salvador. Pero el Ángel le anunció que Dios se había fijado justo en ella para
hacerla madre del Mesías que tanto esperaba.
María se quedó perpleja, pues la
propuesta no cuadraba con su proyecto de vida virginal, ya que se había
consagrado totalmente a Dios para entregarse a tiempo completo como servidora
del Mesías, cuya venida ella intuía como inminente, igual que todo el pueblo.
Por eso, valiente y humilde, pidió
explicaciones al Ángel, que la tranquilizó aclarando que el Dios del amor
omnipotente la había elegido para ser la madre del Mesías, sin perder su
virginidad, pues el que nacerá de ella será obra del Espíritu Santo, sin
concurso de varón.
Entonces María aceptó y se llenó de
júbilo, porque Dios añadía a su virginidad el incomparable privilegio de ser la
madre virginal del Dios-con-nosotros. Así la virginidad y la maternidad daban
inicio a la última etapa del proyecto de salvación a favor de su pueblo y de
todos los pueblos. Ese día se concretó el amor salvífico de María para con
nosotros, que luego, en el Calvario, nos engendró en Cristo para la vida
eterna: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26).
En un mundo que ha elegido el odio y
la muerte, estamos llamados a vivir en el amor, en la alegría, y dar un sí a la
vida, a imitación de María, hasta cuando nos toque entregar el cuerpo temporal
para recibir a cambio la resurrección y la vida eterna, que es eterna fiesta
navideña.
Todo cristiano verdadero acoge con
alegría en su persona al Salvador, Cristo resucitado, para darlo a los demás, a
semejanza de María, con el ejemplo, con la oración, la palabra, las obras. Nos
salvaremos ayudando a otros a conocer y amar al único Salvador y a gozar de su
salvación.
En cada Comunión acogemos, como María
en la Concepción, al mismo Hijo de Dios, para llevarlo con amor, como ella, a
los demás, empezando por casa, que es también templo de Dios, donde se
encuentran los “templos vivos”; o sea: los miembros de las familias que acogen
al Salvador.
Jesús Álvarez, ssp