Fiesta del Bautismo de Jesús / C - 10-01-2016
Lucas 3,15-16. 21-22
Un día fue bautizado también Jesús entre el pueblo que
venía a recibir el bautismo. Y mientras estaba en oración, se abrieron los
cielos: el Espíritu Santo bajó sobre él y se manifestó en forma corporal, como
una paloma, y del cielo vino una voz: -Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi
predilección.
En el Bautismo Jesús recibió
la plenitud del Espíritu Santo para “dar
la vista a los ciegos, oído a los sordos, libertad a los cautivos, resurrección
a los muertos, y anuncio de la buena noticia a los pobres” (Lc 4, 18).
En el bautismo Jesús fue
ungido por el Padre como sacerdote, que une al hombre con Dios; como profeta, que conoce e interpreta la historia
según Dios y habla en nombre de Dios; y como rey, que vive en libertad victoriosa
frente a las fuerzas del mal.
Nacemos hijos de Dios, pues de
él recibimos la vida natural a través de nuestros padres. Pero el Bautismo
injerta en nuestra vida temporal la misma Vida divina y eterna de Dios: el Padre nos
declara hijos suyos, “hechos conforme a
la imagen de su Hijo” (Rm 8,
29), hermanos de Cristo, nuevas
criaturas predilectas de Dios, sanadas por el fuego del amor infinito de la Trinidad.
“Miren qué amor nos tiene el Padre, para llamarnos
hijos suyos, pues lo somos” (1Jn 3, 1), exclama san Juan rebosante de gratitud. El bautismo
es eso: la gracia-amor de Dios que nos transforma en hijos suyos, semejantes a su
Jesús.
El bautismo nos hace también a
nosotros sacerdotes, miembros del Pueblo
Sacerdotal, la Iglesia ,
convertidos en ofrenda viva y agradable a Dios para la salvación nuestra, la de
nuestros hermanos y del mundo entero.
Jesús nos consagra profetas, capaces de ver y comprender a las
personas, el mundo y los acontecimientos con los ojos y el corazón de Dios.
Nos convierte en reyes, porque
se nos da la libertad de los hijos de Dios, pues servir a Dios en el prójimo es reinar, ya en esta vida, para luego gozar eternamente
la felicísima vida eterna.
¿En qué medida
vivimos el sacerdocio bautismal, especialmente en la Eucaristía y en la vida,
sirviendo y amando a los otros a imitación de Jesús? ¿Vemos las cosas como Dios
las ve, y vivimos felices como hijos suyos, hijos del Rey universal?
¿Por qué será que tantos bautizados no
se deciden a vivir como cristianos? Tal vez la catequesis no se fundamentó en lo que hace al cristiano
auténtico sacerdote, profeta y rey, unido a Jesucristo
Resucitado presente, con todo
lo que eso supone para la vida práctica.
Se necesita una verdadera
catequesis más bíblica y vivencial en la preparación al Bautismo, para que éste deje de ser un simple rito
y un acto social.
Es necesario
“entrenar” a los bautizandos en la escucha atenta y la experiencia viva de Cristo resucitado, presente en la Eucaristía,
en la Biblia, en el prójimo, en cada uno de nosotros, en la Creación...
Asimismo, facilitarles
la experiencia concreta de ayuda al prójimo necesitado, como ayuda hecha al mismo
Cristo: “Todo lo que hagan a uno de
éstos, a mí me lo hacen” (Mt. 25, 40).
Es muy importante y
decisivo buscar las formas concretas para hacer la experiencia
profética de evangelizadores, ya desde niños, guiándolos a compartir, de modo directo,
la obra redentora de Cristo, mediante la vida
interior de unión con Jesús Resucitado presente, la oración por la salvación del prójimo, el sufrimiento asociado a la cruz de Cristo, el buen ejemplo o testimonio, la palabra
y las obras. Y por fin, que
puedan percibir todo eso en el/la catequista. Como decía Jesús: “Me santifico a mí mismo para que ellos sean
santificados en la verdad” (Jn 17, 19).
Esas experiencias dejarán
huellas indelebles en el espíritu y en el corazón, en la vida y en la persona
del bautizado. Gracias a Dios, hay bastantes parroquias en las que los niños
salen a la calle, y van de puerta en puerta llevando un mensaje concreto en
Nombre de Jesús.
Así, el gran
misterio de Vida divina del Bautismo no quedará eclipsado por el rito y la “fiesta
social”, como si se tratara de un cumpleaños.
Entonces el Bautismo será vivido como lo que es:
el inmenso don de la misma Vida de Dios
injertada en la vida humana del Bautizado.