XIX Domingo durante el año

Háganse un Tesoro Inagotable en el Cielo

             


 

Domingo XIX durante el año-C / 7-8-2016

 

Lucas 12, 32-48

Dijo Jesús a sus discípulos: - Vendan sus bienes y den limosna; háganse bolsas que no se echen a perder y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Tengan ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Pórtense como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas llegue y llame. Felices los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; les aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y les servirá la cena. Estén preparados, porque a la hora que menos lo piensen, viene el Hijo del hombre.

Jesús dice a sus discípulos que ayuden con sus bienes a los necesitados. Es la mejor manera de agradecérselos a Dios y devolverle lo que El nos ha dado, para que así nos los multiplique en la tierra y nos los devuelva al infinito por uno en la gloria eterna, cuando nos llame, en el momento menos pensado.
Pero Dios no se deja vencer en generosidad, por eso promete compensarnos con el ciento por uno aquí en la tierra, y allá arriba con la vida eterna. Sólo nos convertirá en felicidad eterna lo que demos a los necesitados, lo que gocemos con gratitud y orden. Y, además, los sufrimientos ofrecidos y asociados a los dolores de Jesús en su vida, y sobre todo en el Calvario.
“Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”, sentencia Jesús. Si nuestro tesoro y nuestro corazón están en el dinero, en el poder o en el placer, quedar atrapada en las garras de esos bienes idolatrados, que nos alejarán de su misma fuente, el Creador, perdiéndolo a él y todo lo demás mal usado.
Por eso Jesús nos insiste con amor a que estemos vigilantes, verificando con sinceridad dónde está nuestro tesoro y nuestro corazón: ¿en los bienes caducos o en los bienes eternos y en el mismo Dios, nuestro bien máximo y fuente de todo lo que somos, tenemos, amamos y esperamos? Vivir a la ligera es arruinar la vida para siempre. Asentar nuestra vida y bienes en el banco eterno, es vivir sabiamente.
Sería fatal necedad vender por unos placeres pasajeros nuestra inmensa he-rencia eterna de hijos de Dios. El infierno consiste sobre todo en la tremenda angustia y remordimiento por haber perdido ese inmenso tesoro eterno a cambio de tan poca y perecedera cosa.
La auténtica vigilancia que Jesús nos pide consiste en vivir con El y para El, que nos acompaña resucitado todos los días, y sólo hace falta que nosotros lo acompañemos mediante la oración, la limosna y las buenas obras en su nombre, la limpieza del corazón y de la mente, con el trabajo honrado y el sufrimiento inevitable asociado a su cruz que nos merece la resurrección. El nos lo hace posible con su presencia real en nuestras vidas.
Si le dirigimos la palabra y vivimos con El, podremos reconocerlo con júbilo cuando venga a nuestro encuentro en el momento menos pensado. Entonces nos sentará a su mesa y nos servirá en su banquete celestial. Gran dicha que merece todo esfuerzo y sacrifico aquí en esta vida, hasta entregársela para que él nos la devuelva eternamente feliz.
Jesús, como todos sus verdaderos seguidores, no se encontraron con la resurrección y la vida eterna por la simple celebración de un rito a última hora, sino por una existencia en la que se ha tomado en serio a Dios, al prójimo y a sí mismos, procurando mejorar cada día la relación filial con Dios y la relación fraternal con el prójimo, en continua conversión y vigilancia.
Las palabras de Jesús son de vida eterna. Gran sabiduría es escuchar y vivir su mensaje de hoy: “Quien escucha mis palabras, tiene vida eterna”. “Estén preparados, porque el día que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre”.

Sabiduría 18, 5-9

 

Esa noche había sido anunciada a nuestros padres, para que supieran después valorar tus promesas y depositaran en ellas su confianza. Tu pueblo, pues, aguardaba el momento en que los justos serían salvados y sus enemigos, arruinados; al castigar a nuestros adversarios cubriste de gloria a tus elegidos, es decir, a nosotros mismos. Tus santos hijos, la raza de los buenos, ofrecieron pues en secreto el sacrificio y se comprometieron a observar esa Ley divina: el pueblo seguiría siendo solidario tanto en los éxitos como en los peligros; después de lo cual entonaron los cantos de sus padres.


Dios había anunciado la noche de la liberación a los israelitas esclavizados en Egipto; y mientras los egipcios estaban angustiados por las plagas, el pueblo de Dios vivía una serena y segura esperanza de la protección divina.
Los egipcios, que ahogaban a los niños hebreos en el Nilo, vieron muertos a todos sus primogénitos, y luego perecieron ahogados en el Mar Rojo.
Quien hace sufrir al prójimo, tendrá el mismo sufrimiento que causó. Pense-mos hoy en quienes causan -¿causamos?- guerras, hambre, odios, violencia, violaciones, abortos, abandono, indiferencia, venganza, marginación...
Es con mucho preferible sufrir en paciencia y haciendo el bien, siendo solida-rios en los sufrimientos y alegrías, que vivir en comodidad y gozar a costa del sufrimiento ajeno.
Cuando Dios nos juzgue, será mejor estar entre los marginados, martirizados, víctimas..., que entre los verdugos, para entonar un canto eterno de gratitud y gozo con todos los fieles a Dios y amantes del prójimo.

Hebreos 11,1-2. 11, 8-19

 

La fe es como aferrarse a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver. Esto mismo es lo que recordamos en nuestros antepasados. Por la fe Abrahán, llamado por Dios, obedeció la orden de salir para un país que recibiría en herencia, y partió sin saber adónde iba. La fe hizo que se quedara en la tierra prometida, que todavía no era suya. Allí vivió en tiendas de campaña, lo mismo que Isaac y Jacob, a los que beneficiaba la misma promesa. Pues espera-ban la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe pudo tener un hijo a pesar de su avanzada edad y de que Sara era también estéril, pues tuvo confianza en el que se lo prometía. Todos murieron como creyentes. No habían conseguido lo prometido, pero lo habían visto de lejos y contemplado con gusto, re-conociendo que eran extraños y peregrinos en la tierra. Por la fe Abrahán fue a sacrificar a Isaac cuando Dios quiso ponerlo a prueba; estaba ofreciendo al hijo único que debía heredar la promesa, Dios le había dicho: “Por Isaac tendrás descendientes que llevarán tu nom-bre”. Abrahán pensó seguramente: Dios es capaz de resucitar a los muertos. Por eso recobró vivo a su hijo, lo cual tiene un sentido para nosotros.


La fe consiste en creer a lo que se espera; y esperar contra toda esperanza, pues estamos seguros de que es cierto, porque nos lo ha prometido quien es la Verdad en persona, quien no puede ni quiere engañarnos en absoluto. Y porque nos ama más que nadie; y quien ama de verdad, no puede traicionar o faltar a su palabra. ¡Cuánto más tratándose de Dios mismo!

Dios sólo espera nuestra esperanza activa y nuestra conversión continua para darnos lo que nosotros no podemos merecer en absoluto: la Fiesta eterna. Si esa fe la tuvieron ya los santos del Antiguo Testamento, ¡cuánto más debemos tenerla nosotros, pues el mismo Hijo de Dios se hace garantía absoluta de la promesa de Dios Padre! Es la fe que nos ayuda a cumplir la Palabra de Dios.

Esta fe tiene por objetivo final la resurrección y la gloria eterna en la Casa de nuestro Padre Dios; fe que tuvieron también aquellos santos que no pudieron entrar en la tierra prometida, pero esperaban una patria mejor: la del cielo, que también es nuestra patria prometida y esperada.                                                                       

P. Jesús Álvarez, ssp