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Con motivo de la visita de Obama al Papa, éste le entregó un ejemplar de la reciente Encíclica al presidente, que prometió leerla en el viaje de regreso. Ojalá ponga en práctica su doctrina, para bien de la humanidad.
La Carta encíclica de Benedicto XVI CARITAS IN VERITATE (La caridad en la verdad) ha sido editada por Ediciones San Pablo, Argentina, en formato de bolsillo, con 144 páginas, y constituye una espléndida síntesis de la doctrina social de la Iglesia, con frecuentes referencias al compromiso concreto para la familia, las comunidades, las personas. Está ya en las librerías. Y pueden leerla en www.vatican.va - Benedicto XVI - Encíclicas.
Para que se hagan una limitada idea de su contenido, se transcribe a continuación solamente la Introducción y la Conclusión, por exigencia de espacio. Pero tomen el compromiso valiente de leerla toda, pues les dará mucha luz para colaborar con gozo y clarividencia al desarrollo humano y a la globalización de la paz, de la justicia, la verdad, la caridad, de la economía, un nuevo orden mundial… empezando por casa. Es lo que todo el mundo desea y necesita, pero que a menudo busca por caminos equivocados.
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad.
El amor –en latín cáritas- es una fuerza extraordinaria que mueve a las personas comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta.
Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptada esta verdad, se hace libre (Cfr. Jn 8, 22). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción, y testimoniarla en la vida, son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta “goza con la verdad” (1Cor 13, 6).
Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano.
Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas.
Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la caridad lo es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.
Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad de unir, no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por san Pablo de la «verdad en la caridad» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y complementario, de «caridad en la verdad».
Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el hombre no sabe dónde ir, ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no pueden hacer nada» (Jn 15,5). Y nos anima: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el final del mundo » (Mt 28,20).
Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia. Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio (El progreso de los pueblos) que el hombre no es capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar un verdadero humanismo.
Sólo si pensamos que hemos sido llamados individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano,[157] que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra como un don permanente de Dios.
La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo.
El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización de formas de vida social y civil — en el ámbito de las estructuras, las instituciones, la cultura y la ética —, protegiéndonos del riesgo de quedar apresados por las modas del momento.
La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas.
El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos.[158] Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.
79. El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caridad en la verdad, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo, sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor.
El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, a tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina», y por tanto más digna del hombre.
Todo esto es del hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos redime: «El mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro: todo es de ustedes, ustedes de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23).
El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como «Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificar su nombre viviendo según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cf. Mt 6,9-13).
Al concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que la caridad de ustedes no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos, sean cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo» (12,9-10). Que la Virgen María, proclamada por Pablo VI Madre de la Iglesia y honrada por el pueblo cristiano como Espejo de justicia y Reina de la paz, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres».[159]
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro y San Pablo, del año 2009, quinto
de mi Pontificado.
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