La fiesta de la Cruz de Cristo constituye una gran luz y una gran enseñanza: el Salvador muere triunfante en la cruz, pues por ella entra en el tenebroso reino de la muerte y la destruye desde dentro con la resurrección.
Jesús nos posibilita su misma experiencia victoriosa: cargar y ofrecer nuestra cruz con él y como él por amor a Dios, por la salvación del prójimo y la nuestra, para así convertirla en fuente de felicidad en el tiempo, y de resurrección y gloria en la eternidad. La cruz -el sufrimiento- sin amor y sin Cristo es infierno ya en esta vida.
La cruz es el símbolo eminente de la fidelidad y del amor de Cristo al Padre y al hombre: “En esto hemos conocido el amor de Dios: en que Cristo entregó su vida por nosotros, y por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1Jn 3, 16). Al ofrecer por el prójimo nuestra vida a través del tiempo y al final con la muerte, accedemos al amor más grande, el mismo amor de Cristo: “Nadie tiene un amor más grande que el de quien da la vida por los que ama” (Jn 15, 13).
Y al amor más grande siempre corresponde la felicidad más grande. "Quien pierda su vida por mí, la salvará" para siempre. Esa es la felicidad más grande. Al entregar la vida por el prójimo, la perdemos por Él: "Todo lo que hagan por uno de éstos, por mí lo hacen". La vida tenemos que entregarla, sea como sea. Si la entregamos por amor, la muerte será el éxito supremo de nuestra exitencia: recibiremos un cuerpo glorioso como el de Cristo resuctiado.
En el bautismo hemos recibido la participación en el sacerdocio de Cristo. Nuestro sufrimiento cotidiano inevitable, al ofrecerlo por la salvación propia y ajena, se hace experiencia y ejercicio del sacerdocio bautismal, que consiste en ofrecer oraciones y sacrificios, a imitación de Cristo, por la salvación del mundo, empezando por los de casa. La Eucaristía es la expresión máxima de esa experiencia salvadora y sacerdotal.
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