¿Felices los ricos o felices los pobres?



Domingo 28º tiempo ordinario-B/ 11 oct. 2009


Un hombre salió al encuentro de Jesús, se arrodilló delante de él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no digas cosas falsas de tu hermano, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre”. El hombre le contestó: “Maestro, todo eso lo he practicado desde muy joven”. Jesús fijó su mirada en él, le tomó cariño y le dijo: “Sólo te falta una cosa: vete, vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, y tendrás un tesoro en el Cielo. Después, ven y sígueme”. Al oír esto se desanimó totalmente, pues era un hombre muy rico, y se fue triste. Entonces Jesús paseó su mirada sobre sus discípulos y les dijo: “¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!” Los discípulos se sorprendieron al oír estas palabras, pero Jesús insistió: “Hijos, ¡qué difícil es para los que ponen su confianza en el dinero entrar en el Reino de Dios! Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios”. Ellos se sombraron todavía más y comentaban: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?” Jesús los miró fijamente y les dijo: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible”. Mc. 10,17-30
El joven rico del Evangelio estaba dispuesto cumplir la ley, las prácticas religiosas y también a dar algunas limosnas con el fin de ganarse el cielo. Jesús le pide más para alcanzar la verdadera felicidad temporal y eterna que busca. Pero él se queda triste con sus riquezas, renunciando a la alegría y a la libertad frente a los bienes materiales, y arriesgándose a perder la felicidad eterna.

También hoy existen adinerados que cumplen normas y hacen algunas obras buenas, pero no se deciden a emplear en el bien lo que les sobra de sus riquezas, y no aceptan ni cargan con amor la cruz inevitable que lleva a la suprema riqueza: la resurrección y la vida eterna, ante las cuales nada valen todas las riquezas de este mundo.

Jesús afirma que es muy difícil que se salven quienes ponen su confianza en el dinero, -sean ricos o pobres-, dejando que este ídolo suplante en su corazón y en su vida a Dios y al prójimo necesitado. ¡Infelices los ricos que sólo tienen plata e infelices también los pobres que confían sólo en el dinero!
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Ricos infelices son quienes se sienten tan satisfechos con los bienes temporales que no sienten necesidad de Dios ni de felicidad eterna.

Decía la beata Teresa de Calcuta: “Rico no es quien más tiene, sino el que menos necesita”. Rico es el que da de lo que es y de lo que tiene. No sólo bienes económicos y materiales, sino también dones personales: tiempo, inteligencia, corazón, profesionalidad, ejemplo, fe, esperanza, ayuda salvífica…

El dinero y los bienes materiales son una bendición de Dios para compartir. Mas se vuelven maldición a causa del egoísmo. Sin embargo, los bienes materiales generan un cúmulo de bendiciones cuando se administran para el bien, en especial cuando se invierte en la evangelización para la salvación de los hombres. Ésta es la máxima limosna que se puede hacer a otros y que podemos hacernos a nosotros mismos: “Quien salva a un persona, tiene asegurada su propia salvación”.

Los ricos desprendidos son como camellos cargados de tesoros que van repartiendo de lo que son y de lo que tienen; y por eso Dios les concede el milagro de pasar por el agujero de una aguja hacia la resurrección y la gloria.

Cuántos reyes, poderosos y ricos, usando sus bienes y su persona como Dios quiere, han llegado a una gran santidad. Pensemos en Moisés, José, virrey de Egipto, san Mateo, san Bernardo, san Francisco de Asís…, a los que han imitado innumerables reyes, poderosos, empresarios a través de la historia, y también hoy. “Para Dios no hay nada imposible”.

¡Felices los ricos que se hacen pobres comprando con sus riquezas el reino de Dios en la tierra y en el paraíso! ¡Y felices los pobres que lo esperan todo de Dios, a la vez que hacen lo imposible por llevar una vida digna y ayudan a otros a salir de la miseria material, moral y espiritual!

Sab 7, 7-11

Oré y me fue dada la inteligencia; supliqué, y el espíritu de sabiduría vino a mí. La preferí a los cetros y a los tronos, y estimé en nada la riqueza al lado de ella. Comprendí que valía más que las piedras preciosas; el oro es sólo un poco de arena delante de ella, y la plata, menos que el barro. La amé más que a la salud y la belleza, incluso la preferí a la luz del sol, pues su claridad nunca se oculta. Junto con ella me llegaron todos los bienes: sus manos estaban repletas de riquezas incontables.

La verdadera sabiduría es la capacidad de ver, juzgar y sentir a las personas, las cosas, los acontecimientos con los ojos, la mente y el corazón de Dios. Lo cual se consigue con la oración: “Oré y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría”.

La oración verdadera es el espacio del encuentro personal y gozoso con el Dios vivo, y a la vez escuela del conocimiento amoroso de Dios Amor, Dios Trinidad y Familia, fuente de toda sabiduría y de todos los bienes que sólo de ella nos vienen.

La sabiduría que viene de Dios es el tesoro escondido por el cual vale la pena darlo todo, pues ella nos devuelve al mil por uno todo lo que para adquirirla hayamos dejado, e inmensamente más. Darlo todo para alcanzar la sabiduría es la mejor inversión, el mejor negocio de nuestra vida.

“Si alguno se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da generosamente y sin poner condiciones, y Él se la dará” (St 1, 5).

Así como la Palabra de Dios va más allá de la palabra sonido y nos pone en comunicación directa con la Palabra Persona, el Verbo Divino, Jesucristo; así también la sabiduría nos une con la Sabiduría Persona, que es el mismo Cristo Jesús.


Heb 4, 12-13

En efecto, la palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo, y penetra hasta donde se dividen el alma y el espíritu, los huesos y los tuétanos, haciendo un discernimiento de los deseos y pensamientos más íntimos. No hay criatura a la que su luz no pueda penetrar; todo queda desnudo y al descubierto a los ojos de aquél al que rendiremos cuentas.

La Palabra de Dios, por su eficacia, no regresa a Él sin comunicar luz: “Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Salmo 118); y sin producir frutos de salvación, como nos lo asegura Jesús, la Palabra de Dios personificada e infalible: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn 15, 5).

La Palabra de Dios es como una espada tajante que separa la verdad de la mentira, la luz de las tinieblas, el bien del mal, las intenciones buenas de las malas, la vida de la muerte, la justicia de la injusticia, el amor del egoísmo, la transparencia de la hipocresía...

No podemos acercarnos a la Palabra de Dios sin dejarnos iluminar agradecidos y aceptar ser cuestionados amorosamente por ella, a fin de que nuestras vidas vayan por caminos de luz, de verdad y de bien, de resurrección y de vida eterna.

Pero tengamos bien presente que si la Palabra de Dios escrita, pronunciada, memorizada o hecha imagen, no nos llevara al encuentro con la Palabra viva, la Palabra Persona, Cristo, el Verbo de Dios, esa Palabra nos resultaría estéril, y al final seríamos juzgados por ella misma.

La Palabra de Dios no sólo es la que está escrita en la Biblia; también son Palabra de Dios, - que nos habla de Él -, la creación, la vida, las personas, y la que está escrita en nuestros corazones. No está lejos de nosotros, sino entre nosotros y en nosotros, que somos templo vivo del Espíritu Santo, donde resuena de continuo la Palabra de Dios.

Quien la escucha y la pone en práctica, se hace testigo verdadero de Cristo resucitado y acreedor a la vida eterna, como él nos lo asegura: “Quien escucha mi palabra y la pone en práctica, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Jesús habla en serio, para suerte nuestra inaudita.

P. Jesús Álvarez, ssp

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