LOS POBRES SON MÁS GENEROSOS





Domingo 32º del tiempo ordinario- B / 8-11-2009

Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver cómo la gente echaba dinero para el tesoro; pasaban ricos, y daban mucho. Pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: - Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza; no tenía más, y dio todos sus recursos. (Mc. 12,38-44).

Este paso evangélico contrapone dos estilos de religiosidad: la religión de la apariencia y la religión del corazón. Jesús desenmascara la vanidad, la hipocresía y la avaricia de los fariseos frente a la humildad y generosidad de una pobre viuda.
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Dios lee y sabe lo que hay dentro del corazón humano. No se fija en la lista de obras materiales y gestos llamativos, sino en la transparencia, en el amor y la fe viva, en los sentimientos, las actitudes con que se obra y se vive.

Jesús veía lo que daban los ricos, y la gente también lo veía, y tal vez se admiraba. Pero sólo Jesús miraba y admiraba a la viuda pobre; y nadie se enteró de que había dado más que nadie: todo lo que tenía, que era tan poquito. Jesús se identificó con la viuda, pues él no tenía “una piedra donde reposar la cabeza”, y se entregó por nosotros con todo lo que era y tenía: Dios y hombre.

Los hechos se repiten en las misas de los domingos, y en la vida ordinaria, donde muchos pobres dan de lo poco que tienen y algunos ricos dan poco o nada de lo mucho que les sobra, o tal vez dan con el fin de aparecer los primeros en las listas de donantes, mientras que nadie se fija en sacrificio heroico del pobre que da.

La pobre viuda no se enteró del valor de su gesto ni de que el mismo Hijo de Dios la estaba mirando y admirando. Como no se enteran los verdaderos pobres de que Dios está con ellos, y de que serán los primeros en el reino de los cielos. Porque Dios nunca se deja vencer en generosidad. “Por suerte hay pobres para ayudar a los pobres; sólo ellos saben dar”, decía san Vicente de Paúl.

Sin embargo los pobres son también a menudo los primeros en la mira de los ricos en dinero, poder, ciencia, tecnología y armas, pero no para hacer la guerra a la pobreza, sino para hacerles pagar la guerra a los pobres con el sudor de su frente y muchas veces con el derramamiento de su sangre.

La Iglesia, las iglesias, deben convertirse a la pobreza y a los pobres, y restituir el protagonismo a los oprimidos, a los explotados, a los que pasan hambre y otras necesidades, haciendo realidad progresiva la “opción preferencial por los pobres”.

Fatal ilusión es dar algunas limosnitas para tranquilizar la conciencia y evadir a quienes necesitan acogida y ternura, tiempo y compañía, sonrisa y alegría, consejo y ejemplo, esperanza y fe, cultura y pan.

El cristianismo es la religión positiva del sí generoso a Dios y al hombre, y también la religión del dar y sobre todo del darse con gozo. Darse a Dios y a los demás es el verdadero camino de la libertad y la felicidad; el camino del verdadero cristiano; es decir, del discípulo auténtico de Cristo. El camino de la gloria eterna.

Muy pobres son los ricos que sólo tienen dinero, poder y placeres, porque todo eso les será arrebatado en un instante, lo perderán todo cuando menos lo piensen.
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Rico de verdad es quien da y se da, porque sólo es nuestro lo que damos y sólo ganamos y salvamos la vida, nuestra persona, si la entregamos. Paradojas de la existencia cristiana que hemos de acostumbrarnos a vivir con gozo y realismo.


1Rey 17, 8-16. - La palabra del Señor llegó al profeta Elías en estos términos: «Ve a Sarepta, que pertenece a Sidón, y establécete allí; ahí Yo he ordenado a una viuda que te provea de alimento». Él partió y se fue a Sarepta. Al llegar a la entrada de la ciudad, vio a una viuda que estaba juntando leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme en un jarro un poco de agua para beber». Mientras ella lo iba a buscar, la llamó y le dijo: «Tráeme también en la mano un pedazo de pan». Pero ella respondió: «¡Por la vida del Señor, tu Dios! No tengo pan cocido, sino sólo un puñado de harina en el tarro y un poco de aceite en el frasco. Apenas recoja un manojo de leña, entraré a preparar un pan para mí y para mi hijo; lo comeremos, y luego moriremos». Elías le dijo: «No temas. Ve a hacer lo que has dicho, pero antes prepárame con eso una pequeña galleta y tráemela; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así habla el Señor, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la superficie del suelo». Ella se fue e hizo lo que le había dicho Elías, y comieron ella, él y su hijo, durante un tiempo. El tarro de harina no se agotó ni se vació el frasco de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado el Señor por medio de Elías.

Nadie en Israel le daría un trozo de pan a Elías, perseguido político. Y como Israel no responde, Dios se vale de una pagana para salvar la vida de su profeta, a la vez que salva la vida de la viuda y de su hijo. En las ocasiones más difíciles, Dios actúa en la historia valiéndose incluso de los instrumentos más inverosímiles.

El hombre no ve en el mundo la huella de Dios, sino sólo la huella del hombre en los éxitos que fascinan. Y cuando llega el fracaso, no acude al Conductor de la historia, sino que redobla, a espaldas de Dios, sus esfuerzos inútiles ante el fracaso seguro de la muerte, de la cual sólo Dios puede librar mediante la resurrección.

Los profetas de Dios son incómodos porque no son corruptibles, tanto por su fidelidad a Dios como por su defensa de los derechos del pueblo. Por eso se les hace la vida imposible con la persecución que suele terminar en muerte. Así fue para Juan Bautista, para Jesús, y para muchos otros a través de la historia.

También hoy se dan profetas perseguidos y mártires, en número muy superior a lo que pensamos y sabemos. Y puede tocarnos a cualquiera y en cualquier momento. Que sepamos reconocer ese momento como paso de Dios liberador.

Heb 9, 24-28. - Cristo no entró en un santuario erigido por manos humanas --simple figura del auténtico Santuario-- sino en el cielo, para presentarse delante de Dios en favor nuestro. Y no entró para ofrecerse a sí mismo muchas veces, como lo hace el Sumo Sacerdote que penetra cada año en el Santuario con una sangre que no es la suya. Porque en ese caso, hubiera tenido que padecer muchas veces desde la creación del mundo. En cambio, ahora Él se ha manifestado una sola vez, en la consumación de los tiempos, para abolir el pecado por medio de su Sacrificio. Y así como el destino de los hombres es morir una sola vez, después de lo cual viene el Juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, aparecerá otra vez, ya no en relación con el pecado, sino para salvar a los que lo esperan.

“Sacrificio”, referido al culto, no significa sufrimiento y muerte, sino “hacer sagrado”, consagrado a Dios, más allá y a pesar del sufrimiento y de la muerte. ¡Tantos sufrimientos y muertes que no son sacrificio, ofrenda a Dios, y se pierden en el vacío!

La muerte de Cristo es el momento supremo de su ofrenda a Dios y al hombre, es su “ejercicio sacerdotal”, que elimina distancias entre la criatura y el Creador.

Dios no está en contra del hombre, de lo contrario no nos hubiera entregado a su Hijo; sino que es el hombre quien se pone en contra Dios, que en Cristo tiende la mano a todo el que de veras quiere volverse a él, acercarse a él y compartir con él su misma eterna felicidad pasando por el sufrimiento inevitable y por la muerte a la resurrección.

P. Jesús Álvarez, ssp
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