RECHAZO Y ESCUCHA DEL SALVADOR



Domingo 4º del tiempo ordinario-C/31-1-2010

Jesús empezó a decir en la sinagoga: - Hoy les llegan noticias de cómo se cumplen estas palabras proféticas. Todos lo aprobaban y se quedaban maravillados al escuchar esta proclamación de la gracia de Dios que salía de sus labios. Y decían: - ¡Pensar que es el hijo de José! Jesús les dijo: - Seguramente ustedes me van a recordar el dicho: Médico, cúrate a ti mismo. Realiza también aquí, en tu patria, lo que nos cuentan que hiciste en Cafarnaún. Y Jesús añadió: - Ningún profeta es bien recibido en su patria. En verdad les digo que había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías, cuando el cielo retuvo la lluvia durante tres años y medio y una gran hambre asoló todo el país. Sin embargo Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una mujer de Sarepta, en tierras de Sidón. También había muchos leprosos en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio. Todos en la sinagoga se indignaron al escuchar estas palabras; se levantaron y lo empujaron fuera del pueblo, llevándolo hacia un barranco del cerro sobre el que está construido el pueblo, con intención de arrojarlo desde allí. Pero Jesús pasó por medio de ellos y siguió su camino. (Lc. 4,21-30).


Desconcertante la reacción de los habitantes de Nazaret ante el anuncio de Jesús que declaraba ser el Mesías que ellos mismos esperaban. ¿Cómo va a ser el Mesías un pueblerino hijo de un carpintero, sin estudios ni renombre?

Si admitían a Jesús como Mesías, sus paisanos tenían que cambiar la forma de pensar y de vivir. Sin embargo, ni siquiera recapacitan ante el poder sobrenatural de Jesús, que los inmoviliza y se libera de ser despeñado, pasando ileso, seguro, tranquilo, por en medio de ellos.

Dios nos ama y pone continuamente profetas en nuestro camino a fin de que despertemos de muy posibles letargos en la fe, y cuestionemos nuestraq forma de vivir la fe, que tal vez consideramos la mejor, pero sin verificarlo. Siempre podemos ser y hacer más y mejor, al fin y al cabo para ventaja y felicidad nuestra. "Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto". ¿Cómo podemos considerarnos ya perfectos?

Palabras, lecturas, gestos, conducta y necesidades de personas importantes o insignificantes, niños, jóvenes, adultos, ricos o pobres, familiares o ajenos, sacerdotes o fieles, creyentes e incluso no creyentes, pueden ser nuestros profetas de cada día, a través de los cuales Dios nos habla.

Pero escuchar a un profeta exige aceptar el esfuerzo -sufrido y feliz a la vez- de orientar mejor la vida hacia Dios y hacia el prójimo, como fuentes únicas de la felicidad que solemos buscar donde no puede encontrarse: en el dinero, en el placer, en el poder.

El mayor sufrimiento del profeta, en especial de Cristo, es ver rechazado su mensaje de liberación y salvación llevado a sus oyentes sin otro interés que el amor y el deseo del máximo bien para ellos. El rechazo a Jesús por parte de muchos judíos lo hizo llorar de pena y amargura; pero, ante ese rechazo, decidió enviar a sus mensajeros para llevar la buena noticia de la salvación fuera del pueblo judío, a todo el mundo.

Todo cristiano es mensajero y profeta por vocación, pero puede traicionarla, como dice san Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Sin embargo, el cristiano verdadero acoge a Cristo en su vida real diaria, y es de aquellos de quienes dice el mismo evangelista: “A cuantos lo recibieron, les concedió ser hijos de Dios”.

Estos dejan que Dios intervenga en sus vidas pra dar eficacia salvadora a sus obras. Descubren a Cristo en el rostro y en la vida de sus semejantes, por más que éstos vivan y piensen de otra forma, y en ellos lo escuchan. Además, a su vez, se hacen profetas.

Ante el profeta Jesús, y ante sus profetas, hay sólo dos actitudes: quedar conmovidos en el alma y abrirse a ellos con fe, amor y gratitud, y cambiar de vida; o cerrarse por egoísmo y comocdidad. ¿Cuál es nuestra actitud real y profunda? Nos jugamos el éxito de esta vida y la eternidad.


Jer 1, 4-5 - Me llegó una palabra de Yavé: "Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones." Tú, ahora, muévete y anda a decirles todo lo que yo te mande. No temas enfrentarlos, porque yo también podría asustarte delante de ellos. Este día hago de ti una fortaleza, un pilar de hierro y una muralla de bronce frente a la nación entera: frente a los reyes de Judá y a sus ministros, frente a los sacerdotes y a los propietarios. Ellos te declararán la guerra, pero no podrán vencerte, pues yo estoy contigo para ampararte, palabra de Yavé."

Lo que Dios le dice a Jeremías en el Antiguo Testamento, lo realiza en los seguidores de Cristo. En el bautismo todos recibimos la consagración de Dios como profetas, sacerdotes y reyes. Pero es necesario valorar, agradecer, ejercer y vivir estos ministerios, que son un gran privilegio de Dios para con nosotros.

Como profetas, para comprender y ayudar a comprender la realidad, los hechos, las personas, desde la perspectiva de Dios y de la eternidad.

Como sacerdotes, para compartir con Cristo la obra de la salvación nuestra, de los nuestros y de muchos otros, sobre todo mediante la Eucaristía, la oración, el ejemplo, la palabra, el sufrimiento y las obras.

Como reyes, hijos libres del Rey supremo y universal, para vivir y actuar con la libertad de los hijos de Dios frente a los poderes y seducciones del mundo.
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Para eso fuimos formados desde el seno de nuestras madres. ¡Gran privilegio del amor de Dios Padre!


1Cor 12, 31. 13, 1-13 - Ustedes aspiren a los carismas más elevados; y yo quisiera mostrarles un camino que los supera a todos. Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor, sería como bronce que resuena o campana que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios -el saber más elevado-; aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor, nada es. Aunque repartiera todo lo que poseo e incluso sacrificara mi cuerpo, pero para recibir alabanzas, sin hacerlo por amor, de nada me sirve. El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se envanece. No actúa con bajeza ni busca su propio interés; no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo. El amor nunca pasará. Ahora son válidas la fe, la esperanza y el amor; las tres, pero la mayor de estas tres es el amor.

Esta extraordinaria página de san Pablo es el necesario espejo que nos ayuda a distinguir hoy, con claridad, si vivimos o no en el verdadero amor o en el egoísmo camuflado de amor. Si estamos en el camino de la salvación o de la perdición.
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El poder, el dinero y el placer luchan sin descanso para sepultar el amor bajo las losas del egoísmo, y sobre ellas escriben en letras de oro la palabra amor, embaucando así a la gran mayoría de la humanidad, que se arrodilla, engañada, ante los altares de esos tres ídolos, dispuestos a destruir a quienes buscan en ellos la felicidad que no dan.

El amor verdadero se diferencia del falso (egoísmo) por la capacidad de renuncia sufriente a todo lo que puede hacer daño a las persona amadas, -o a uno mismo-, y por el esfuerzo costoso de hacerles el mayor bien posible. Por eso no existe amor real sin el sufrimiento real que lo sostenga y acredite.

El amor verdadero está muy lejos de reducirse a la experiencia sexual, como se esfuerzan por hacerlo creer, sobre todo a los jóvenes, quienes adoran los tres ídolos del poder, del poseer y del placer. Si éstos perdieran la lucha del amor falso por la victoria del amor verdadero, sus astronómicos negocios sucumbirían, pero la gente sería de verdad más feliz.

“¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” “Si me falta el amor, nada soy”.

P. Jesús Álvarez, ssp
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