PESCADORES DE HOMBRES




Domingo 5° durante el año – C - 06-02-2010

Jesús vio dos barcas junto a la orilla del lago de Genesaret; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes. Jesús subió a una de las barcas, que era la de Simón Pedro, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: “Navega mar adentro, y echen las redes”. Simón le respondió: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si Tú lo dices, echaré las redes”. Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador”. El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres”. Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron. (Lc 5, 1-11)

Los maestros de la Ley explicaban las Escrituras en el templo, en las sinagogas y escuelas. Y creían que la salvación era sólo para quienes acudían a esos lugares. ¿No creen hoy lo mismo muchos cristianos y pastores? Pero Jesús pasó a enseñar en cualquier parte: calles, casas, cerros, descampado, orillas del mar...

Hoy se han multiplicado casi al infinito los lugares de transmisión y escucha de la Palabra salvadora de Dios: libros, revistas, radio, televisión, teléfono, cine, celular, videos, CD, DVD, internet, mail, web, blog, facebook, e-book…

Cada cual tiene a su alcance uno o varios de estos nuevos púlpitos fuera de los templos, nuevas formas de evangelización no exclusivas del sacerdote, y alcanzan a multitudes. Con razón dijo Jesús: “Harán obras aún mayores que las mías”.

Hay que poner a disposición de Cristo esos medios, como Pedro puso su barca vacía a disposición del Maestro para que la gente lo escuchara mejor.

Luego Jesús invita a Pedro a que reme mar adentro para pescar. Pedro es un maestro como pescador, y sabe cuáles son los tiempos y lugares de la pesca: durante la noche, como lo habían hecho, aunque sin haber sacado ni un solo pez. Y Jesús, no pescador sino carpintero, le pide echar las redes en pleno día.

Pedro deja la lógica de su oficio para entrar en la lógica ilógica del Maestro. La sorpresa de la abundante pesca los desconcierta: Pedro reconoce la grandeza de Jesús y su propia pequeñez y pecado, y se ve indigno de estar al lado del Señor. Pero Jesús, con su “absurda” lógica, lo transforma de pescador de peces en pescador de hombres con las redes de la Palabra salvadora de Dios.

No es discípulo de Jesús quien sólo está a su lado, sino quien descubre en Jesús a alguien tan extraordinario y tan grande, que se siente indigno de estar en su presencia, la que él nos aseguró con palabras infalibles: “Estoy con ustedes todos los días” para dar eficacia salvadora a nuestras vidas y obras.

Todo cristiano (=discípulo de Cristo unido a él), es llamado a ser “pescador de hombres”; o sea: a colaborar con Jesús en la propia salvación, la de sus hermanos y de todos los hombres, con la vida, la palabra, las obras, el sufrimiento, la oración, el ejemplo, y con todos los medios posibles, pero unido él, pues sólo “quien está unido a mí produce mucho fruto”.
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Es la condición esencial para que nuestra vida y obras, alegrías y penas, trabajo y descanso, sean cauces de salvación para nosotros, para los nuestros y para el mundo.


Isaías 6, 1-2. 3-8 - El año de la muerte del rey Ozías, yo vi al Señor sentado en un trono elevado y excelso, y las orlas de su manto llenaban el Templo. Unos serafines estaban de pie por encima de Él. Cada uno tenía seis alas. Y uno gritaba hacia el otro: «¡Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria». Uno de los serafines voló hacia mí, llevando en su mano una brasa que había tomado con unas tenazas de encima del altar. Él le hizo tocar mi boca, y dijo: «Mira: esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado». Yo oí la voz del Señor que decía: «¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?» Yo respondí: «¡Aquí estoy: envíame!»

Tantas veces pronunciamos o escuchamos la palabra SANTO referida a Dios, sin quizás saber qué significa: admirable, insuperable, omnipotente, infinitamente amable y bello, inalcanzable y a la vez el más cercano a nosotros.

Es el Creador y cuidador del universo material, donde las distancias se expresan en millones de años luz; y de la diminuta tierra, que en un solo metro cuadrado puede contener millones de seres vivos que él cuida desde hace millones y millones de años.

Por referirnos a algo muy pequeño: él hizo nuestro corazoncito, que realiza 36 millones de latidos al año, bombea más de 2 millones de litros anuales de sangre por 100 mil kilómetros de venas y arterias. Y el cerebro supera con mucho al corazón en perfección y actividad.
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Dios el Hacedor del mundo visible y del invisible, éste inmensamente superior al visible. E infinitamente por encima de todo eso, está él. Pero a la vez se abaja a nosotros en la encarnación, y se hace aún menos que nosotros: se hace pan en la Eucaristía, para estar con nosotros.

¿Cómo no sentirse indignos y anonadados ante nuestro Dios y Padre que, a pesar de nuestro pecado, se enorgullece de elevarnos a la dignidad de hijos suyos, hacernos colaboradores de su obra creadora y redentora, y además nos llama a compartir su felicidad en mansión celestial por toda la eternidad?

Sin embargo, ¡qué poco le creemos y amamos! Y con nuestra ceguera tal vez opacamos su presencia divina. Mas nuestra indignidad no nos libra de la responsabilidad y privilegio de creerle, amarlo y respetarlo, y de ser puentes entre él y nuestros hermanos que no le creen ni lo aman ni lo respetan, para su propio mal. Tenemos que responder como Isaías y Jesús: “Aquí estoy: envíame”.


1Cor 15, 3-8. 11- Hermanos: Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Cefas y después a los Doce. Luego se apareció a más de quinientos hermanos al mismo tiempo, la mayor parte de los cuales vive aún, y algunos han muerto. Además, se apareció a Santiago y a todos los Apóstoles. Por último, se me apareció también a mí, que soy como el fruto de un aborto. En resumen, tanto ellos como yo, predicamos lo mismo, y esto es lo que ustedes han creído.

San Pablo es el apóstol por excelencia de la resurrección de Cristo. Jesús resucitado es el centro de su vida y la fuerza de toda su predicación. Él no hace cuentos, sino que habla de hechos reales narrados por testigos presenciales y se apoya en la experiencia vivida por él mismo con el Resucitado.

Hoy se cuestiona o se niega la Resurrección de Jesús sencillamente porque no es demostrable; pero, sobre todo, porque Cristo resucitado exige cargar con la cruz cada día para seguirlo hacia la resurrección y la gloria.

La fe no es razonable ni demostrable. Pero “si Cristo no resucitó, es vana la fe y la predicación”, asegura san Pablo. Y que “si Cristo no está resucitado, somos los más necios y desgraciados de los hombres”, pues nuestra fe se apoyaría en una gran mentira, en uno cualquiera que ha muerto definitivamente; sería una fe inútil y absurda. Pero no: ¡Cristo ha resucitado y vive entre nosotros!

Cultivemos asiduamente y vivamos nuestra fe en quien nos dijo: “Estoy con ustedes todos los días”, resucitado, presente, actuante.

P. Jesús Álvarez, ssp
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