El encanto de la vida consagrada - 5





El encanto de la vida consagrada - 5

Cuando se considera la obediencia religiosa sólo desde la perspectiva humana, resulta una esclavitud; pero cuando se la vive desde la perspectiva de la voluntad de Dios, se alcanza la verdadera libertad, porque “obedecer a Dios es reinar”, con la “libertad de los hijos de Dios”.
Si la vida consagrada no es una opción por la libertad, el amor y la felicidad, se reduce a un contrasentido insoportable. “La corrupción de lo óptimo se vuelve pésima”, dice el refrán latino.
La obediencia y el servicio de la autoridad religiosa son como dos velas iguales que lucen en la presencia del mismo Dios y en su honor.


Intento sintetizar aquí el pensamiento paulino sobre la obediencia, recurriendo a dos fuentes sobre el tema: Ut perfectus sit homo Dei, obra del bto. Alberione, y Documentos del Capítulo general especial de la Sociedad de San Pablo.


Obediencia y voluntad de Dios

La obediencia de la persona consagrada (y también del cristiano) tiene como fundamento y modelo la obediencia de Cristo Jesús: “Yo hago siempre lo que le agrada al Padre” (Jn 8, 29). “Estaba sumiso a María y a José” (Lc 2, 51). “Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fl. 2, 8). “Padre, que se haga tu voluntad y no la mía. No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mt 26,39; Lc 22, 42). Y tenemos como modelos de obediencia a María: “He aquí la servidora del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), y a san Pablo: “Señor, ¿qué quieres que haga?” No hay otro camino hacia la santidad y la paz que que éste: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. (Ut perfectus sit homo Dei, ns. 524, 525).
Estos fundamentos bíblicos de la obediencia son especialmente decisivos para los miembros de los Institutos seculares, que prácticamente no están sometidos a una autoridad religiosa directa, pero sí de forma permanente a la autoridad de Dios, cuya voluntad descubren en la oración, en la Palabra de Dios, en las necesidades ajenas, en la autoridad eclesiástica, civil, laboral...
Dios nos ha creado para la felicidad y para el paraíso, por eso todo lo que dispone y permite nos ayuda a llegar a esa meta.

La obediencia es la unión de nuestra voluntad a la voluntad de Dios. Es, por tanto, un gran medio de salvación y supone una gran ayuda, porque nos dejamos guiar por Dios, sabiduría y amor infinito.
La obediencia forma al verdadero sabio y lo hace más sensato que los enemigos, los maestros y los ancianos.
La obediencia es indudablemente el camino de la paz, del mérito, de la gracia y de las bendiciones de Dios en el apostolado. Dios bendice solamente lo que es conforme a su voluntad.
(Ut perfectus… I, 521, 522).

La obediencia completa es la obediencia de la mente, del corazón y de la voluntad.
De la mente, significa comprender el sentido, el fin y los límites de lo dispuesto.
Del corazón, significa amar el cargo, la tarea, el cometido recibido. Amarlo por ser voluntad de Dios y ocasión de muchos méritos.
De la voluntad, quiere decir que se acepta total y dócilmente lo que se nos ha encomendado, y desplegar nuestras fuerzas espirituales y físicas, y mucha oración para su éxito. (Ut perfectus… I, n. 526).


“Algo nuevo” en la obediencia

Sobre la obediencia recogemos a continuación algunos párrafos del Capítulo general especial de la Sociedad de San Pablo, celebrado durante los años 1969-1971 (en noviembre de este año pasó al paraíso el beato Alberione).

Nuestra consagración se efectúa con una respuesta integral a la voluntad de Dios. La relación obediencia-autoridad ha sido considerada como “el centro neurálgico de toda renovación auténtica de la institución religiosa”, incitándosenos en este punto a una “regeneración”, exigiendo “formas nuevas, más altas, más dignas de la sociedad eclesial, más virtuosas y conformes con el Espíritu de Cristo”.
Esto nos compromete a descubrir lo que hay de deficiente, de irregular y de incompleto nuestra obediencia, para regenerarla según el Evangelio, y darle formas que correspondan a las exigencias actuales. (n. 460).

El beato Santiago Alberione nos advirtió sobre la exigencia de “algo nuevo” respecto de la obediencia, y lo expresó en los términos siguientes: “Este algo se refiere a la interpretación; es decir, cuando se cumple la obediencia hay que hacerlo comprometiendo en ella todo el ser”.
“Todo el ser” indica sin duda alguna la totalidad de la persona humana, en toda su capacidad de expresión, en el pleno ejercicio de sus potencias interiores, en la autenticidad con que debe responder a Dios.
La obediencia, “lejos de menoscabar la dignidad de la persona humana, la lleva, por la más amplia libertad de los hijos de Dios, a la madurez” (PC 14).
Nuestro Fundador decía con frecuencia: “La obediencia perfecta comprende toda la mente, toda la voluntad y todo el corazón”. “Miren: el estar sumisos al Señor significa donarle la voluntad, el tiempo, el cuerpo… Ahora bien, si nosotros lo sometemos todo a Dios, él lo someterá todo a nosotros: “Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios”. Quien se deja dominar por Dios, domina sus pasiones, sus instintos carnales, la soberbia, la vanidad; en una palabra: es dueño. (461).


Obediencia pascual y libertad
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La obediencia favorece el desarrollo pleno de la persona, siempre que responda a su propia naturaleza y se una a la fuente: unificación del ser humano con la voluntad de Dios… La obediencia es ante todo una relación con Dios, no tanto con el hombre. Pero esto no anula la relación superior-súbdito, sino que la pone en su lugar.
En la sumisión libre la persona asume una opción que Dios le pide, realizándose a sí misma y sustrayéndose a todo sentimiento de coerción, de falsedad o medias tintas. (462).
Es por tanto importante que toda persona consagrada busque y alcance un “conocimiento pleno de la voluntad de de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual” (Col 1, 9). Profundamente decidido a dar esta respuesta a la voluntad de Dios, “la persona consagrada procurará conocer con lucidez, de modo personal, en el silencio y en la oración, o en el diálogo con los hermanos en las circunstancias concretas, las exigencias precisas de esta voluntad de Dios acerca de él”. (n. 463).

Para hacer la voluntad del Padre, debemos participar de la misma obediencia de Cristo, que nos redime… Obedeceremos a Dios en la medida en que vivamos de Cristo.
Esta dependencia filial de la voluntad del Padre se hará en nosotros, como en Cristo, una obediencia pascual que, enraizándonos en el plan de Dios a favor de la salvación de los hombres, nos hará obedientes hasta la muerte, para ser en Cristo resurrección y plenitud de amor para los hermanos. (465).
El Espíritu Santo es quien forma en nosotros a Cristo y nos dispone a la obediencia filial. Él nos hace vivir en el clima de libertad y de fuerza interior que constituye la dignidad de la persona humana. (466).

La libertad, que en su total coincidencia con la obediencia, tiene su máxima expresión en Cristo, debe ser también para nosotros la raíz y el clima de la obediencia. No puede darse auténtica obediencia si no arraiga en la libertad, como tampoco podría darse libertar auténtica sin la obediencia a Dios.
Así como Cristo, obedeciendo al Padre, asumió libremente la responsabilidad de la salvación del mundo, así nosotros ejercemos plenamente nuestra obediencia “activa y responsable”, no “ciega”, capaz de comprometer todo el ser, de hacerse creativa, interesada en la búsqueda de nuevos caminos, de modo cada vez más fiel, más comprometedor, más joven; y que va más allá de la mera ejecución de la orden recibida.
(467).

P. Jesús Álvarez, ssp
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