Domingo 13° del tiempo ordinario- C
............ 27-6-2010
Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén. Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: - Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma? Pero Jesús se volvió y los reprendió. Y continuaron el camino hacia otra aldea. (Lc. 9,51-62).
Jesús sube hacia Jerusalén decidido a morir por la salvación de todos los hombres, por cada uno de nosotros. Los discípulos no entienden y le siguen temerosos. Pero cuando los samaritanos les niegan hospedaje, se enfurecen y pretenden defender al Maestro eliminando a los samaritanos con una lluvia de fuego.
En realidad están cediendo a la intransigencia y al ancestral desprecio mutuo entre los judíos y los samaritanos. Sus actitudes violentas no tienen nada de cristianas, no tienen nada que ver con Cristo y con su misión redentora.
Jesús ha venido para salvar, no para condenar; para abatir las barreras que separan a los hombres, no para destruir a los hombres; para ser exigente, pero no intransigente; para promover el perdón y la paz, y no la violencia. Ha venido para usar el poder de Dios en favor de los hombres, y no en contra de ellos. Ha venido para ser misericordia universal de Dios en favor de buenos y malos.
También nosotros, cristianos, tenemos que verificar si reflejamos en nuestra vida y relaciones la semejanza con Cristo por la unión real con él.
Jesús es indulgente incluso con sus enemigos, pero es exigente con sus seguidores: “Si alguien quiere ser discípulo mío, tome su cruz cada día y me siga”.
Jesús no es exigente por gusto, sino porque quiere para los suyos lo mejor: el ciento por uno y la vida eterna, que sólo con la exigencia pueden conseguir. Quiere que los suyos pisen sus huellas subiendo al calvario, porque ése es el único camino real de la resurrección, de la vida y de la gloria eterna.
Pero no es cuestión de que el cristiano piense y viva sólo en la cruz, sino sobre todo en una vida pascual, gozosa con Cristo Resucitado, que alivia la cruz y da al calvario el esplendor de la resurrección y de la gloria eterna.
P. J.
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Jesús sube hacia Jerusalén decidido a morir por la salvación de todos los hombres, por cada uno de nosotros. Los discípulos no entienden y le siguen temerosos. Pero cuando los samaritanos les niegan hospedaje, se enfurecen y pretenden defender al Maestro eliminando a los samaritanos con una lluvia de fuego.
En realidad están cediendo a la intransigencia y al ancestral desprecio mutuo entre los judíos y los samaritanos. Sus actitudes violentas no tienen nada de cristianas, no tienen nada que ver con Cristo y con su misión redentora.
Jesús ha venido para salvar, no para condenar; para abatir las barreras que separan a los hombres, no para destruir a los hombres; para ser exigente, pero no intransigente; para promover el perdón y la paz, y no la violencia. Ha venido para usar el poder de Dios en favor de los hombres, y no en contra de ellos. Ha venido para ser misericordia universal de Dios en favor de buenos y malos.
También nosotros, cristianos, tenemos que verificar si reflejamos en nuestra vida y relaciones la semejanza con Cristo por la unión real con él.
Jesús es indulgente incluso con sus enemigos, pero es exigente con sus seguidores: “Si alguien quiere ser discípulo mío, tome su cruz cada día y me siga”.
Jesús no es exigente por gusto, sino porque quiere para los suyos lo mejor: el ciento por uno y la vida eterna, que sólo con la exigencia pueden conseguir. Quiere que los suyos pisen sus huellas subiendo al calvario, porque ése es el único camino real de la resurrección, de la vida y de la gloria eterna.
Pero no es cuestión de que el cristiano piense y viva sólo en la cruz, sino sobre todo en una vida pascual, gozosa con Cristo Resucitado, que alivia la cruz y da al calvario el esplendor de la resurrección y de la gloria eterna.
P. J.
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