Domingo 24º del tiempo ordinario-12-9-2010

Padre, pequé contra Dios y contra ti;
ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Jesús propuso esta parábola: - Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: - Dame la parte de la propiedad que me corresponde. Y el padre les repartió la herencia. Pocos días después el hijo menor reunió todo lo que tenía, partió a un país lejano y allí malgastó su dinero en una vida desordenada. Cuando lo había gastado todo, sobrevino en aquella región una gran escasez y él empezó a pasar necesidad. Se puso entonces al servicio de un habitante de aquel lugar, quien lo envió a sus campos a cuidar animales. Y hubiera deseado llenar su estómago con la comida de los chanchos, pero no se lo permitían. Recapacitando entonces, pensó: “¡Cuántos trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino hacia mi padre y le diré: - Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Partió, pues, de vuelta donde estaba su padre. Cuando estaba todavía lejos, su padre lo reconoció y se conmovió, corrió a echarse a su cuello y lo abrazó. Entonces el hijo le habló: “Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus servidores: “En seguida, traigan la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo; comamos y alegrémonos, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, lo había perdido y lo he encontrado”. (Lc. 15, 11-32).


Ésta es sin duda una de las páginas más bellas y consoladoras de la Biblia, que refleja el inmenso amor y misericordia de Dios hacia el hombre pecador. Amor plasmado en el perdón sin límites y sin más condiciones que la de reconocer el pecado y volverse hacia Dios pi-diéndole perdón sincera-mente, convencidos de que ya no merecemos llamarnos hijos suyos.
     En esta parábola se pone de manifiesto las diferentes actitudes del padre y del hijo: el padre sólo piensa en el bien del hijo, y el hijo sólo piensa en sí mismo. El padre ama tanto que acepta el riesgo de la libertad del hijo, porque sabe que sin libertad no hay amor verdadero; y acepta además el riesgo de que el hijo convierta su libertad en libertinaje y destruya su vida.
     Hemos de reconocer que en todos nosotros hay un hijo pródigo egoísta, que abandona fácilmente a su verdadero Padre Dios, para malgastar con abuso los bienes que nos ha dado: vida, salud, tiempo, inteligencia, libertad, capacidad de amar, cuerpo, bienes, naturaleza...
     Dios no reacciona ante la ofensa con desprecio, enojo, venganza, desconfianza, condena, enemistad… Dios reacciona con amor, con misericordia y perdón. Sólo un Dios omnipotente e infinitamente misericordioso puede obrar así.
     Sin embargo, quien no reconoce su pecado ni lo detesta, se hace incapaz de recibir el perdón. Como se hace incapaz de perdón quien no perdona las ofensas recibidas de su prójimo. “Si ustedes no perdonan, tampoco serán perdonados”.
     El padre del hijo pródigo exulta de gozo al ver recuperar a su hijo vivo, y organiza una gran fiesta. Así se goza Dios cuando un pecador, hijo suyo, vuelve a él arrepentido. Jesús mismo lo declara: “Hay más fiesta en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión”.
     Dios nos ama tanto por ser verdaderos hijos suyos, que le duele inmensamente que no regresemos a él, nos perdamos y lo perdamos para siempre. Alegremos el corazón de Dios nuestro Padre y démosle motivos de fiesta, cuando le hemos dado motivo de tristeza con el pecado, que es volverle la espalda y abandonarlo.
p.j.
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