Domingo 30º tiempo ordinario
24-10-2010
Jesús, al ver que algunos estaban convencidos de ser justos y que despreciaban a los demás, dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto de pie, oraba en su interior de esta manera: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y doy la décima parte de todas mis entradas”. Mientras tanto el publicano se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador.» Yo les digo que este último regresó a su casa en gracia de Dios, pero el fariseo no. Porque el que se enorgullece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. (Lc. 18,9-14).
El fariseo que se creía bueno, oró mal. Más bien, ni siquiera oró, si no que le presentó a Dios la factura de sus méritos. Y el publicano que se veía malo, como era, oró bien, reconociendo su condición de pecador y exponiendo su deseo confiado de perdón y conversión. Dios escuchó la oración del publicano y marcó el principio de una vida nueva. Mientras que el fariseo salió del templo más pecador, por su orgullo, pues oró con los labios, mas no con el corazón.
Es imposible que haga oración verdadera quien se jacta de ser justo, que cree no tener nada de qué arrepentirse, nada que esperar de Dios y nada que agradecerle. El fariseísmo es el cáncer de la oración, de la vida cristiana y de toda religión.
Es necesario verificar si ese mal convive con nosotros, pues sólo reconociendo la enfermedad se puede desear, pedir y recibir la curación.
La autosuficiencia hipócrita induce a creer que se puede ser cristianos sin creer en Cristo, sin estar unidos a él, sin amar al prójimo; sin oración amorosa de presencia mutua con él, de humildad, sinceridad, confianza. Así la oración se vuelve una exhibición farisaica y contraproducente; un autoengaño fatal.
La verdadera oración y contemplación nos impulsa a interesarnos en la real promoción de los valores del reino de Dios: la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y la solidaridad, el amor y la alegría. La oración se convierte así en amor social y en política evangélica. Empezando por lo más próximos, como es la familia.
El tiempo que pasamos en oración es el más fecundo de nuestra existencia. La oración es la fuerza divina de nuestras obras, que llevan la salvación de Cristo si las realizamos en unión con él: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto”.
Debemos programar un tiempo de oración en el que nos presentamos ante Dios libres de preocupaciones y trabajos, para que Dios se haga presente en nuestras vidas, preocupaciones y trabajos, y les confiera valor eterno de salvación.
Estas disposiciones tenemos que vivirlas sobre todo en la Eucaristía, la oración máxima de la Iglesia y del cristiano, sacramento de la presencia viva y del amor salvador de Jesús resucitado. En la Misa él mismo ora y se ofrece al Padre por nosotros y con nosotros. Es la oración más eficaz que podamos hacer, si la vivimos.
Necesitamos orar continuamente para vivir orientados hacia la Fuente de todo lo que somos, tenemos, amamos, gozamos y esperamos. Oración, jaculatorias, invocaciones, acción de gracias, adoración, alabanzas, petición de perdón…, en casa, en el trabajo, en los medios de locomoción, en las penas y en las alegrías.
En toda oración pidamos al Espíritu Santo que “ore en nosotros con palabras inefables, pues no sabemos pedir como conviene”; y a María supliquémosle que tome nuestras veces y presente a Dios nuestras oraciones como si fueran suyas.
p.j.