Domingo 29° del tiempo ordinario-C
17-10-2010
Jesús propuso este ejemplo sobre la necesidad de orar siempre sin desanimarse: En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaba nadie. Y una viuda fue donde él a rogarle: “Hágame justicia contra mi ofensor”. Mas el juez no le hizo caso durante un buen tiempo. Sin embargo al final pensó: “Aunque no temo a Dios ni me importa nadie, esta mujer me importuna tanto, que la voy a complacer, para que no vuelva a molestarme más”. Y continuó Jesús: - ¿Se han fijado en la decisión del juez malo? Pues bien: ¿no terminará Dios haciendo justicia a sus elegidos si claman a él día y noche? Les aseguro que sí les hará justicia, y pronto. Pero cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿hallará esta fe en la tierra? Lc 18, 1-8.
El evangelio nos presenta a una pobre viuda, víctima de una injusticia diferencia por parte de la justicia humana, como tantísimas otras.
Muchos preguntan: “Si Dios es justo, ¿por qué permite tantas injusticias? ¿Por qué inocentes son los que más sufren?” Y se atreven a culpar a Dios de los males que sufren ellos y la humanidad, sobre todo por sus culpas.
De Dios sólo puede venir el bien. El sufrimiento y el mal vienen de las fuerzas del mal y de sus secuaces, como también de nuestros propios pecados, errores, descuidos, y de los ajenos.
Al Dios de la vida se lo expulsa de la vida, y luego se le echa la culpa de los males que sobrevienen por ignorarlo y despreciarlo. Los humanos eligen el mal que los castiga haciéndose cómplices.
Las fuerzas del mal son muy superiores a las fuerzas del hombre; necesitamos de la misma fuerza de Dios tanto para vencer el mal como para hacer el bien. Él tiene poder para transformar el sufrimiento en fuente de felicidad, de salvación y gloria. Y esta fuerza Dios nos la da por la oración perseverante y confiada.
La respuesta más clara al sufrimiento está en Cristo, que pasó a la resurrección y a la vida gloriosa a través del sufrimiento absurdo y de la muerte más injusta. Su oración fue escuchada. Sin embargo, el Padre no lo libró del sufrimiento pasajero, pero sí le dio la fortaleza para sobrellevar el sufrimiento, y luego le dio mucho más de lo que pedía: la resurrección y la gloria para él y para los hombres, para nosotros.
Ni el sufrimiento ni la muerte son absurdos si se viven asociándolos a la cruz redentora de Cristo, en la perspectiva de la resurrección y de la gloria eterna.
Es necesario orar con insistencia, como la viuda del Evangelio, para pedir la salvación para nosotros y para muchos otros. Y esta oración Dios no puede menos de escucharla, pues él quiere nuestra resurrección y gloria, que es lo mismo que nosotros necesitamos y queremos desde lo más profundo de nuestro ser.
Orar y sufrir por la salvación de los nuestros y del mundo, constituye el amor más grande, ya que pedimos el don más grande: la salvación eterna. “¿De que le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?”, perdiendo a la vez todo lo que ha ganado y disfrutado.
Justamente Jesús se pregunta si a su regreso encontrará gente con esta fe hecha oración confiada y perseverante, que se manifiesta en las obras y en la vida; y en la amorosa adoración a Dios en espíritu y en verdad.
P.J.