¡ÉSE ES EL CORDERO DE DIOS!!


Domingo 2º del tiempo ordinario 
 16-01-2011

Juan vio a Jesús que venía a su encuentro, y exclamó: - Ahí viene el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo. De él yo hablaba al decir: Detrás de mí viene un hombre que ya está delante de mí, porque era antes que yo. Yo no lo conocía, pero mi bautismo con agua y mi venida misma eran para él, para que se diera a conocer a Israel. Y Juan dio este testimonio: - He visto al Espíritu bajar del cielo como una paloma y quedarse sobre él. Yo no lo conocía, pero aquel que me envió a bautizar con agua, me dijo también: “Verás al Espíritu bajar sobre aquel que ha de bautizar con el Espíritu Santo, y se quedará en él”. Sí, yo lo he visto; y declaro que este es el Elegido de Dios. (Jn. 1,29-34)

En este pasaje evangélico se expresa el testimonio de Juan Bautista acerca de la misión esencial de Jesús: “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


Pero ¿qué es el pecado? No es sólo una falta contra la ley de Dios. Es fundamentalmente la pretensión del hombre de suplantar a Dios, arrogándose el derecho a determinar lo que es bien y lo que es mal, según las propias conveniencias y apetencias. Es el “pecado original”, el pecado de nuestros progenitores, que nos marcó a sus descendientes con esa fatal herencia “genética”,  al pretender ser felices como Dios, pero sin él y en contra de él.


El pecado pervierte las relaciones filiales y de amistad con Dios y de fraternidad y amistad con el prójimo. Con el pecado se pretende alcanzar la felicidad fuera de su fuente, que es Dios-Amor-Felicidad; y buscarla incluso a costa del sufrimiento del prójimo, hijo de Dios, que tiene derecho al amor de Dios y de sus hermanos.


Quien no reconoce ni acepta a Dios como Padre, no puede reconocer ni aceptar al prójimo como hermano, y por eso se cree con derecho a ofenderlo y hacerlo sufrir, e incluso quitarle la vida.


El pecado es siempre un daño contra el prójimo y contra el mismo pecador; es un daño a la naturaleza y una ofensa al mismo Dios Padre, que siente en su corazón paternal las heridas causadas a sus hijos o a las obras maravillosas de sus manos, creadas por amor para bien y felicidad del hombre.


El pecado del mundo oprime a la humanidad entera, en especial a los inocentes, y está presente en todas partes. Del pecado brota la desconfianza en Dios, en el otro y en uno mismo; se desfiguran las intenciones más nobles; se desintegra la persona y se degradan las relaciones humanas.


El hombre no sólo es pecador, sino también víctima del pecado propio y ajeno, pasado y actual. Por eso Dios Padre siente una compasión infinita, la cual se encarna en Cristo Jesús, que carga y paga el pecado del mundo, y los pecados nuestros, con la moneda de su amor fiel al Padre y al hombre hasta la muerte de cruz.


Desde la dolorosa y amorosa pasión y muerte de Jesús, todos los que de alguna manera se acojan sinceramente a esa compasión misericordiosa, y se hagan a su vez compasión de Dios para con sus hermanos, perdonando de corazón y corrigiendo su propia conducta desviada, alcanzan el perdón de sus pecados, por graves que éstos sean, como aseguró Jesús a santa Faustina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, tanto más derecho tiene a mi misericordia y perdón”, siempre que lo desee y lo pida.


Quienes viven como hijos de Dios, comparten con el Hijo de Dios, Cristo, su sacerdocio supremo a favor de la humanidad, si se ofrecen, oran, sufren y trabajan con Cristo para continuar curando al mundo de las heridas del pecado, e implantando los valores de su reino: la vida y la verdad, la justicia y la paz, la libertad y el amor, la solidaridad y el sentido de la vida, la alegría de vivir, y el gozo de morir para resucitar.


Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que quita nuestros pecados. Unidos a él no seremos esclavos del pecado, sino hijos de Dios libres, que viven en continua conversión y orientación amorosa hacia él y hacia el prójimo.

p.j.