TRANFIGURACIÓN DEL SEÑOR


Domingo segundo de cuaresma - A / 20 marzo 2011

Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó a un cerro. Allí se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro entonces tomó la palabra y dijo: - Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No había terminado aún de hablar, cuando una nube luminosa los cubrió, y se oyó una voz desde la nube que decía: - Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escúchenlo. Los discípulos cayeron a tierra llenos de espanto. Pero Jesús se les acercó y tocándolos les dijo: - Levántense, no teman. (Mt 17, 1-9).

Jesús sube al Tabor con sus discípulos predilectos, principales responsables de continuar su obra de evangelización y salvación. Quiere librarlos de la tristeza y desesperanza en que habían caído al anunciarles su pasión y muerte. Ellos creían que con la muerte de Jesús iba a terminar todo.

Con la transfiguración de Jesús y la aparición de Moisés y Elías, el Maestro quiso demostrarles a los discípulos hacia dónde iba a través de su pasión y muerte: hacia la resurrección gloriosa. En realidad iba a empezar todo. Él no había venido para instaurar un reino temporal, sino el reino eterno para él, para ellos y para todos sus seguidores.

Dios nos regala también a nosotros momentos de Tabor, de luz y gozo: encuentro con Dios, amistad, naturaleza, matrimonio, familia, trabajo, éxitos, optimismo, esperanza, como anticipos de la gloria eterna.

Pero cuando nos alcance el sufrimiento o nos ronde la muerte, no podemos olvidar que también el sufrimiento y la muerte llevan a  la resurrección, a la vida y felicidad sin fin. Esta vida temporal no es la vida.

Nuestra existencia está sembrada de luces y sombras, de calma y tempestades, de alegrías y sufrimientos; pero las sombras, las tempestades y los sufrimientos llevan también a la luz, a la calma, a la alegría, a la resurrección y a la vida eterna, realidades frente a las cuales el sufrimiento y la muerte sólo son experiencias pasajeras.

Dios quiere que gocemos con gratitud todo lo bueno y lícito, y ofrezcamos con amor y esperanza todo sufrimiento, asociándonos a la cruz de Cristo, para llegar con él a la resurrección y a la gloria que él alcanzó también mediante el sufrimiento y la muerte.

Por eso decía san Pablo: “Alégrense cuando compartan los sufrimientos de Cristo”. “Los sufrimientos de esta vida no tienen comparación con el cúmulo de gloria que nos espera”.

“Si sufrimos con él, reinaremos con él”. Si ayudamos a los otros en sus necesidades físicas y en su salvación eterna, si les perdonamos y los acogemos, él nos ayudará, nos perdonará y nos acogerá para siempre en su gloria.

Y ese día feliz puede no estar lejos. Para millones de personas ha llegado hoy mismo. Para mí, para ti, cualquier día. Tenemos que asegurarnos el éxito eterno de la vida.

Esto es lo que nos espera, como dice san Pablo: “Ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”, y aman al prójimo. Dos amores inseparables, hechos un único amor: a Dios en el hombre y al hombre en Dios. Y un único destino con Cristo: la resurrección y la gloria.

Al inicio de su misión pública, mientras Juan bautizaba a Jesús en el Jordán, se oyó la voz del Padre: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. Y cuando Jesús estaba para concluir su misión con la muerte, el Padre, con la Transfiguración, repite el mismo mensaje que en el día del bautismo, para disipar las dudas de los apóstoles: “Éste es mi Hijo muy amado, mi predilecto; escúchenlo”.

Jesús mismo había dicho: “Cielo y tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. “Quien escucha mi Palabra y la cumple, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”. Sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

p.j.