Aparece en el grupo de los apóstoles sin referencia alguna a su vida anterior. Es un organizador realista, calculador, decidido y valiente. Cuando Jesús se propone volver a Judea, con peligro de su vida, Tomás exclama: “¡Vayamos también nosotros, y muramos con él!”
Y cuando el Maestro dice que les va a preparar un lugar, y que ellos ya saben el camino a donde él va, Tomás replica con fuerza de lógica: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino”; y su expresión arranca a Jesús la más perfecta definición de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
Pero la principal escena de su vida se debe a su incredulidad ante la noticia de que el Señor había resucitado. Mas cuando Jesús se aparece a los suyos estando presente Tomás, éste se arrodilla rendido y humilde, pronunciando su credo firme y sencillo: “¡Señor mío y Dios mío”, que los cristianos repetimos a través de los siglos, gozosos por la promesa de Jesús: “Felices los que crean sin haber visto”.
Santo Tomás, a través de lo que veían sus ojos y tocaban sus manos, percibió y creyó lo invisible: la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios, realidad que no verían sus ojos. Gan lección para nuestra débil fe.
“La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve”. Lo visible no es lo esencial de la vida, sino lo invisible. Lo esencial no se ve con los ojos de la cara, sino que se percibe a través de lo visible con los ojos del corazón y de la mente.
Quien cree de verdad es el que obra en conformidad con su fe, pues “la fe sin obras está muerta”. Quien dice que cree en Dios, pero lo niega con las obras y las costumbres, en realidad es un incrédulo.
Santo Tomás evangelizó y contagió su fe en Jerusalén y en toda Judea, y según una tradición, también en
p.j.