21-8-2011
Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí, preguntó a sus discípulos: - Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo? ¿Quién es el Hijo del Hombre? Respondieron: - Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros que eres Elías, o bien Jeremías o alguno de los profetas. Jesús les preguntó: - Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Pedro contestó: - Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo. Jesús le replicó: - Feliz eres, Simón Barjona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora yo te digo: Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo. Mt 16, 13-20.
Jesús pregunta a los discípulos sobre la opinión que la gente tiene acerca de él, y qué piensan ellos mismos de su persona y misión. Pedro, portavoz de los discípulos, reconoce y proclama a Jesús como el Mesías esperado.
Reconocer a Jesús como rey, profeta, líder religioso, personaje extraordinario, gran maestro, modelo, super-estrella…, es cosa fácil. Y de ahí no pasan muchos que dicen creer en él, y que incluso van a misa, comulgan, se confiesan, rezan…, pero no van más allá de la práctica externa; no pasan a la verdadera fe, que es amor, adhesión, presencia, encuentro con él. Cree de verdad en Cristo sólo quien se esfuerza por estar unido a él, quien vive, piensa, ama, actúa como él.
Ser cristiano verdadero, o sea, discípulo, seguidor, imitador de Cristo, es compartir con él sus ideales, su misión de amor y su cruz, para así terminar compartiendo con él su resurrección y su gloria. “Quien desee ser mi discípulo, tome su cruz cada día, y me siga”. Seguirlo en las buenas y en las malas, hacia la resurrección y de la gloria eterna por la cruz, la cual sólo se hace llevadera y triunfante cargándola con él: “Vengan a mí todos los que están cansados y afligidos, y yo los aliviaré”. “Mi yugo es ligero y mi carga es liviana”.
Muchos presumen de cristianos sin serlo. Son cristianos sin Cristo, pues prescinden de él en la vida concreta, y también en sus mismas prácticas de piedad superficiales y rutinarias, en las que no se encuentran con él, pues las hacen por cumplir, no por amor.
Jesús, después de preguntar a los suyos sobre la opinión de la gente acerca de él, les pide su opinión personal. Quiere que los suyos piensen por sí mismos, y no sean del montón de los que piensan con el cerebro de otros o como se ha pensado siempre. El cristiano debe pensar y amar como Cristo, o no es cristiano. Sin embargo, acoger a Jesús es un don del Espíritu Santo que hemos de pedir, recibir, agradecer y cultivar continuamente.
Sinceramente: ¿Qué piensas tú de Jesús? ¿Qué representa en tu vida real? ¿Cuáles son tus sentimientos acerca de él? ¿Piensas en él como tu único Salvador? ¿Le crees y lo amas como el mayor amor de tu vida, y en ese amor amas a todos los demás y todo lo demás?
A Cristo no lo conocemos sólo por lo que de él dice la gente o los libros, sino por lo que él mismo nos dice en el Evangelio y en el trato personal y diario con él, escuchándolo a él, que está con nosotros todos los días. No basta oír hablar de Jesús y hablar de él; hay que hablar con él y escucharlo, tratarlo. Ésa es la oración y la fe verdaderas.
Jesús responde a la confesión de Pedro con la promesa de edificar sobre él la Iglesia, y dándole el incomparable poder de perdonar los pecados, y por él a todos los apóstoles, y sus sucesores. El poder en la Iglesia es ante todo poder de perdón y de misericordia, ministerio de unión y amor fraternal.
Las fuerzas del mal nada podrán contra la Iglesia –aunque la hagan sufrir mucho-, ya que es la comunidad mesiánica reunida por Cristo y en Cristo, quien la conduce victoriosamente hacia su destino eterno y glorioso. Si él está con su Iglesia, ¿quién podrá contra ella? Si él está con nosotros y nosotros con él, ¿quién podrá contra nosotros?
P. J.