Domingo 5° de Cuaresma
25-03-2012
Un grupo de griegos, de los que adoran a Dios,
habían subido a Jerusalén para la fiesta. Algunos se acercaron a Felipe, que era de
Betsaida de Galilea, y le rogaron: "Señor, quisiéramos ver a Jesús."
Felipe habló con Andrés, y los dos fueron a decírselo a Jesús. Entonces
Jesús dijo: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo
del Hombre. En verdad les digo: Si el
grano de trigo que cae en tierra, no muere, se queda solo; pero si muere, da
mucho fruto. El que pretenda salvar su vida, la destruye; y el que entrega su
vida en este mundo, la conserva para la vida eterna. El que quiera servirme,
que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Y al que me
sirve, el Padre le dará un puesto de honor. Ahora mi alma está turbada. ¿Diré
acaso: Padre, líbrame de esta hora? ¡Si precisamente he llegado para esta hora!
Padre, glorifica tu Nombre." Entonces se oyó una voz que venía del cielo: "Lo he glorificado y lo volveré a glorificar." Los que
estaban allí y que escucharon la voz, decían que había sido un trueno; otros
decían: "Le ha hablado un ángel." Jn 12, 20-33.
Aquellos paganos griegos
que creen en Dios, quieren ver a Jesús y conocer sus planes. Pero Él les habla de
su “hora”: su muerte y resurrección cercanas, para que no se ilusionen un reino
temporal. Jesús no propone una ideología, sino una forma de vivir, y también de
morir, para resucitar a la vida y a la gloria eterna con Él, fin supremo y
glorioso del hombre.
Jesús
se presenta como el grano que se entierra y muere para dar mucho fruto de salvación y vida. No hay nada que valga tanto como
la vida, que tiene dos dimensiones: la biológica, perecedera, y la espiritual,
imperecedera, con destino de eternidad
gloriosa. El cuerpo y el espíritu humanos acceden juntos al mismo destino que
elijan: la gloria eterna con Dios o la infelicidad eterna alejados de Él.
Así se comprende
mejor la afirmación de Jesús: “Quien
pretenda salvar su vida (la biológica a costa de la espiritual), la perderá; pero quien entregue su vida (biológica)
por mí y por el Evangelio, la ganará”,
pero convertida en vida eterna, y con un cuerpo glorioso como el de Jesús
resucitado. Ése es el fruto de la muerte que lleva a la resurrección y a la
gloria; el camino de Cristo y de quienes lo sigan.
En
esta perspectiva se sitúa también lo dicho por Jesús: “Si el grano de trigo (la dimensión caduca de la persona humana) que cae en tierra, no muere, se queda solo;
pero si muere, da mucho fruto”; fruto de salvación y vida eterna.
San Pablo clarifica
esta realidad que cada uno viviremos: “La
semilla que tú siembras, no es lo que nace; lo que nace es una planta nueva”.
Esta planta: la persona nueva con un cuerpo glorioso, que supera inmensamente al
cuerpo que se entierra. Es necesario no consumir el cuerpo con necio egoísmo,
que termina arruinando a la persona entera, cuerpo y espíritu. El cuerpo alcanza
su máxima felicidad, cuando se pone al servicio de la de salvación propia y
ajena.
El
que ama se siente libre y capaz de dar la vida. En realidad, “no hay amor más grande que el de quien da la vida por los que se ama”,
como dijo e hizo Jesús.
Dar la vida por quienes
se ama, es compartir con Jesús la lucha por los valores de su reino, asociando nuestra
vida a su vida, con alegrías, penas, y la misma muerte, para gozar con él la
fiesta eterna de la resurrección y de la gloria, por haber compartido con él la
cruz redentora y gloriosa.
Quien
sirve a Cristo colaborando con él por la salvación del mundo, empezando por
casa, será honrado con su presencia: “Estoy
con ustedes todos los días”, y el Padre le dará un puesto de honor en el
banquete eterno.
Jeremías
31, 31-34
Llegarán los días --oráculo del Señor--
en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá.
No será como la Alianza
que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos
salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque Yo era su
dueño --oráculo del Señor--. Ésta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel,
después de aquellos días --oráculo del Señor--: pondré mi Ley dentro de ellos,
y la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y ya
no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: «Conozcan al Señor».
Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande --oráculo del Señor--.
Porque Yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.
Hacer alianza consiste en
establecer relaciones de amistad verdadera y duradera. Es lo que quiso Dios mediante
la alianza con el pueblo israelita, su pueblo escogido, el cual terminó
rompiendo esa alianza dándose a la idolatría, a la rebelión y al rechazo de su Dios,
de su “Creador, Dueño y Amigo”.
Pero Dios, en lugar de romper su alianza, promete una nueva alianza
escrita en los corazones, no en piedras. Una alianza que no consiste en cumplir
leyes, sino en una relación sincera, filial,
dialogante, amorosa entre Dios y el hombre. Y que no se romperá, porque es
alianza de perdón y de misericordia, no de castigo sino de premio, y sellada con
la sangre de Cristo.
Jesús carga sobre sus
hombros la cruz de nuestra iniquidad, y asume el sufrimiento humano para
aliviarlo y hacerlo fuente de salvación eterna. Esta alianza Cristo resucitado la
celebra y renueva con nosotros en cada Eucaristía.
Hebreos
5, 7-9
Hermanos: Cristo dirigió durante su
vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquél que
podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque
era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa
obedecer. De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de
salvación eterna para todos los que le obedecen.
En este pasaje de la Carta a los Hebreos, se
presenta a Jesús fiel al plan del Padre y obediente a su voluntad, la cual no
consiste en que su Hijo sufra y muera, sino en que asuma el sufrimiento y la
muerte –planeada por los hombres- para vencerla con la resurrección, a fin de que
nosotros, sus hermanos, recorramos su mismo camino oscuro de la cruz hacia la luz
de la resurrección.
Probablemente Jesús, previendo la pasión y muerte que le esperaba,
había orado muchas veces al Padre para que lo librara de ese trance. Y esa oración
alcanza la máxima intensidad en el Huerto de los Olivos, donde ora con lágrimas
y sudor de sangre. Y dice el texto que “fue escuchado por su humilde sumisión”.
Pero terminó muriendo en la cruz…
No obstante, fue escuchado
de dos maneras: recibiendo la fortaleza para ser fiel a Dios y al hombre, a través
del sufrimiento y de la muerte, y accediendo así a una vida inmensamente
superior por la resurrección.
La oración de Jesús es modelo de nuestra oración: no dejemos nunca de pedir
y agradecer, sobre todo el bien máximo: la salvación para nosotros y para los
otros, aunque parezca que Dios no escucha, pues él no desoye jamás una oración
sincera, y da inmensamente más de lo que pedimos y deseamos.
Compartamos con Cristo su
Sacerdocio supremo, mediante nuestro sacerdocio bautismal, ofreciendo, junto
con él, la vida, alegrías, sufrimientos y muerte por la salvación del mundo. En
la Eucaristía
es donde más intensamente podemos compartir el Sacerdocio de Cristo por la
salvación nuestra y la del mundo.
P. Jesús Álvarez, ssp