Lc 1, 57-66. 80
“¿Qué llegará a ser este niño?”
Todos quedaban admirados de lo que sucedía en torno a su nacimiento de san Juan
Bautista: su madre era estéril y anciana, su padre Zacarías se queda mudo por
haber dudado, el nombre de Juan le es indicado por un ángel, recupera el habla
y alaba a Dios por el milagroso nacimiento de su hijo… Juan iba creciendo y el
Espíritu Santo estaba con él. Se retiró al desierto hasta que empezó su misión
de precursor del Mesías prometido.
Juan, a orillas del río Jordán,
predicaba la conversión a quienes acudían a él para bautizarse, y entre ellos
había también algunos escribas y fariseos, que buscaban una salvación fácil, a
base de ritos vacíos y preceptos inventados por ellos; y Juan los encara: “¡Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a escapar
de la ira de Dios que se acerca? Produzcan frutos de sincera conversión”.
La palabra encendida del Precursor se
dirige a todos: pescadores, campesinos, escribas, sacerdotes, soldados y
gobernantes, entre los cuales está el adúltero rey Herodes, quien termina decapitando
a Juan por instigación de la adúltera esposa de su hermano Filipo, con la que Herodes convive, escandalizando
al pueblo.
Cuando Jesús había comenzado su
ministerio público, Juan fue encarcelado. Jesús declara a la gente quién es
Juan, haciéndole un espléndido elogio: “Les
aseguro que entre todos los nacidos de mujer, no hay profeta mayor que Juan”,
pero el más pequeño en el Reino de Dios,
es mayor que él”. Juan es grande por ser precursor del mayor Profeta:
Cristo, a quien vino a proclamar y a prepararle los caminos.
Juan vive esa grandeza con profunda
humildad y fe, como él confiesa: “Después
de mí viene uno que es más que yo, y no me considero digno siquiera de soltar
la correa de sus sandalias. Él debe crecer y yo disminuir”.
El “mayor de los profetas” -que
había saltado de gozo en el vientre de Isabel al percibir la presencia del Mesías
en el seno de María-, afirmaba que no lo conocía de persona. Pero lo reconoció
y lo señaló a la gente cuando Jesús se le acercó para pedirle ser bautizado, pues
vio abrirse los cielos y al Espíritu Santo descender sobre Jesús, y escuchó las
Palabras del Padre: “Tú eres mi Hijo; yo
te he engendrado hoy”.
El ejemplo y el mensaje del
Bautista siguen siendo actuales para nosotros y para el mundo. Y también para
la Iglesia: jerarquía, clero y pueblo, exhortados hoy a convertirse y preparar
los caminos de Jesús resucitado presente, no encerrándose, como los escribas y fariseos,
en una religiosidad superficial, que no salva, sino que se convierte en
escándalo y perdición.
Jesús vino a traernos la salvación,
y nos conviene- por encima de todo, tomarla muy en serio, pues “¿de qué le sirve al hombre ganar todo el
mundo, si al final se pierde a sí mismo?” Asegurémonos el éxito total de
nuestra existencia terrena –el Paraíso eterno - viviendo en unión con Jesús,
que es el Camino, la Verdad y la Vida.
Isaías 49, 1-6
Cada uno de nosotros ha sido
formado prodigiosamente en el seno materno por las manos amorosas de Dios Padre , originándose así
una misteriosa relación de amor del Creador hacia nosotros, lo cual pide una correspondencia
de amor agradecido, a fin de que esa relación filial y paterna se prolongue en
la eternidad.
Cada uno de nosotros es “valioso a los
ojos del Señor”, que merece en justicia nuestro testimonio amoroso de vida y
nuestra colaboración con Cristo para que otros lo conozcan, lo amen, se alegren
en él y se salven, pues no existe otro salvador que pueda darnos la vida
eterna.
Frente a un posible sentimiento de inutilidad, Jesús mismo
nos promete la eficacia salvífica de nuestra vida: “Quien está unido a mí,
produce mucho fruto”.
Hechos 13, 22-26
Dios vio en “David un hombre
conforme a su corazón, que cumpliría siempre su voluntad”. En realidad, David llegó
a desviar su corazón de la voluntad divina. Pero el nuevo David, que es Cristo Jesús,
siempre fue conforme al corazón del Padre y cumplió fielmente su voluntad hasta
las últimas consecuencias: la cruz y la resurrección.
El bautismo de Jesús no es sólo de agua,
como el de Juan, sino de agua y de fuego del Espíritu Santo, quien nos hace
hijos de Dios en su Hijo Jesucristo, y coherederos suyos del Reino eterno. En
el Bautismo Jesús nos hace con él “sacerdotes, profetas y reyes”, y comparte
con nosotros sumisión redentora.
Nuestra vida no es indiferente
donde vivimos: o apoyamos la obra salvadora de Cristo, o la obstaculizamos.
¿Nos encuentra Dios conformes a su corazón y a su voluntad? Jesús dijo: “Quien
no está conmigo, está contra mí”.
P. Jesús Álvarez, ssp
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