Juan 1,1-18. - Al principio existía la Palabra , y la Palabra  estaba junto a
Dios, y la Palabra 
era Dios.  Al principio estaba junto a
Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra  y sin ella no se
hizo nada de todo lo que existe.  En ella
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las
tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció 
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar
testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la
luz, sino el testigo de la
 luz. La Palabra  
era la luz verdadera  que, al venir a
este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho
por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino  a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero 
a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder
de llegar a ser hijos de Dios. 
Juan 1,1-18. - La
Navidad es la fiesta entrañable del misterio de la salvación puesto a nuestro
alcance, gracias al amor infinito y a la fidelidad inquebrantable de Dios para
con nosotros, pues Cristo resucitado comparte día a día nuestra vida para
eternizarla en la felicidad sin fin del Paraíso. 
El nacimiento del Hijo de Dios en carne
mortal cobra su pleno sentido en la perspectiva de la Resurrección , la cual
fue el “nacimiento” definitivo de Cristo para la vida eterna.
Nacimiento-resurrección que Él anhela compartir con nosotros, pues para eso se
encarnó, vivió y murió, movido por su amor infinito por mí, por ti, por todos
los humanos. “Me amó y se entregó por mí”
(S. Pablo).
Pero gran parte de los humanos, engañados
por las fuerzas del mal, se hacen cómplices de ellas, y siembran las tinieblas
de la injusticia, del hambre, del odio, de la guerra, de la pobreza, del
orgullo, del atropello de contra los inocentes, de la impiedad…
Sin embargo, el Salvador se compromete a
llevar a la vida eterna a todos los que lo acogen, para compartir con ellos la inmensa
felicidad sin fin en la Familia  Trinitaria.
La Navidad hoy se revive sobre todo en el
acto sencillo y a la vez sublime de la Eucaristía  y de la comunión, que son presencia
real y privilegiada de Jesús, donde se realiza de forma especial lo dicho por
Juan evangelista: “A quienes lo
acogieron, les dio la capacidad de ser hijos de Dios”. Así nos preparamos a
la Navidad 
eterna que Jesús quiere compartir con nosotros mediante la resurrección.
Pero quienes se cierran a la presencia real y actual del
Redentor resucitado, Dios-con-nosotros, hacen inútil la Navidad: “Vino a los suyos y los suyos no lo
recibieron”. La alegría bullanguera de lo externo, vacía de sentido la fiesta. Tal  vez tienen
una imagen de yeso del niño Dios, y dejan fuera de la fiesta y del corazón al
que la imagen representa. Eso es idolatría.
Pero “dichosos ustedes porque
han oído y creído, pues todo el que cree, como María, concibe y da a luz al
Verbo de Dios”, nos dice san Ambrosio.
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