INMACULADA, esperanza y garantía de salvación
            8-12-2012
Llegó el ángel Gabriel
hasta María y le dijo:  - Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo. María quedó muy conmovida al oír
estas palabras, y se preguntaba qué significaría tal saludo. Pero el ángel le
dijo: - No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios.
Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús.
Será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará
el trono de su antepasado
 David ; gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado
no terminará jamás. María
entonces dijo al ángel: - ¿Cómo puede ser
eso, si yo soy virgen? Contestó el ángel: - El Espíritu
Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por
eso el niño santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. (Lc. 1, 26-38).
La solemnidad de la Inmaculada  forma parte
del misterio del Adviento: por María Inmaculada viene al mundo el Salvador
inmaculado. María es la primicia de la humanidad redimida y el fruto más
espléndido de la obra redentora de Cristo. 
María Inmaculada es el
signo de la meta a la que
 Dios  nos llama: la victoria total sobre el pecado, sobre el
mal y la muerte, convertida por la Cruz de Cristo, en puerta de la resurrección
y de la gloria eterna que Dios tiene preparada para quienes lo aman. 
¿Quién puede no desear
compartir eternamente con nuestra verdadera Madre su ternura, su alegría, su
sonrisa, su belleza, su majestad, su gloria? La Inmaculada nos da la esperanza
de que al fin seremos semejantes a ella, con un cuerpo glorioso como el de
Cristo y como el suyo.
La verdadera devoción a la Virgen  surge en la mente y
en el corazón al reconocer y contemplar lo que ella es para nosotros, para los
nuestros y para la humanidad entera. 
Esa devoción consiste sobre
todo en imitarla en su vocación y misión: acoger a Cristo en el corazón y en la
vida, vivir su presencia en nosotros, para así poder darlo a los otros con el
ejemplo, la oración, las obras, el sufrimiento ofrecido, la palabra, la
alegría, el amor, la fe y la esperanza. 
Entonces produciremos
frutos de salvación para los otros y para nosotros, porque “quien está unido
a mí, produce mucho fruto”, nos asegura el mismo Jesús. María fue la
criatura más unida a Cristo, y por eso es la que produjo el máximo fruto de salvación
para la humanidad; y ese fruto es el mismo Salvador, “el fruto bendito de su
vientre”. Quien tiene a Cristo, lo da a los otros.
El mal, el pecado existen
en nuestro corazón y a nuestro alrededor, en la familia, en la Iglesia  y en la sociedad:
la injusticia, la prepotencia, la violencia, las violaciones, la corrupción, el
holocausto de inocentes no nacidos y nacidos, la indiferencia, el placer
egoísta a costa del sufrimiento ajeno, el divorcio, el odio, la guerra, el
dominio despótico sobre los más débiles...
Pero todos esos males se
irán venciendo “a fuerza de bien”, en unión con Cristo y con María Inmaculada,
que tienen en su mano la victoria segura sobre todo mal y sobre la misma
muerte. 
La presencia de Jesús resucitado
victorioso, formado también en nosotros por el Espíritu Santo, y la presencia
maternal de María en nuestras vidas, las tenemos garantizadas por la misma
palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el
fin del mundo”. Donde está Jesús, allí también está María, Madre suya y
nuestra.               
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