2º domingo de Cuaresma, 24 febr. 2013
Lc 9, 28-36 - Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con
ellos solos a un monte alto. A la vista de ellos su aspecto cambió completa mente.
Incluso sus ropas  se volvieron resplandecientes,
tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron
Elías y Moisés, que conversaban con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a
Jesús: - Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Levantemos
tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía,
porque estaban desconcertados. En esto ser formó una nube que los cubrió con su
sombra, y desde la nube se oyeron estas palabras: - Éste es mi Hijo, el amado.
Escúchenlo! Y de pronto,
mirando a su alrededor, no vieron ya a nadie; sólo Jesús estaba con ellos.
Jesús se siente afligido ante la cercanía de su muerte, y los
discípulos comparten su aflicción. Pero en la transfiguración el Padre les
muestra lo que vendrá después: la resurrección y la gloria eterna para Él y para
ellos, como él les había anunciado: Al tercer día resucitaré (Mt 17, 32). 
Los discípulos pensaban que Jesús iba hacia el
fracaso total de su vida. Por eso el Padre les da una prueba más, hablándoles
desde la nube: Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco: escúchenlo (Mt 17, 5). Quiere decir:
“Créanle. Es cierto lo que dice: que al tercer día resucitará”.
El sufrimiento y la perspectiva de la muerte
engendran también en nosotros tristeza, si no miramos más allá: a la
resurrección, que es la verdad fundamental de la fe cristiana. 
Desde que Jesús sufrió, murió y resucitó, todo sufrimiento y la muerte,
tienen destino de resurrección y de vida, de felicidad y gloria sin fin. Nos lo
asegura san Pablo: Si sufrimos con Cristo, reinaremos con él; si morimos con
él, viviremos con él (2Tim 2, 12-13). Sobreabundo de gozo en
todas las tribulaciones (2Cor 7, 4).
Cada sufrimiento asociado a la cruz de Cristo se nos compensará con un inmenso
peso de gozo y de gloria. Tengo por cierto que los sufrimientos de esta vida no tienen
comparación alguna con el peso de gloria que se manifestará en nosotros (2Cor,4-17), afirma san
Pablo. A ustedes se les ha concedido la
gracia, no sólo de creer en Cristo, sino también de padecer por él. (Flp 1, 29).
La fiesta de hoy evoca otras tres transfiguraciones que se verifican en
la persona de Cristo. La primera: el Hijo de Dios se hizo hombre en el seno de
María por la encarnación. 
La segunda se verifica en la Eucaristía: el paso del Dios-hombre a ser
pan y vino, para transfigurar a los hombres con su vida divina. Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive
en mí y yo en él. Quien me come, vivirá por mí. (Jn 6,
56-57).
Y la transfiguración definitiva, la resurrección: el paso de Cristo
muerto a Cristo resucitado y ascendido al cielo. Ése es el camino que Jesús ha
abierto también para nosotros. 
¡Oh gran dicha que tan poco consideramos, deseamos y esperamos! Por eso
tantas tristezas inútiles, que debemos cambiar en alegría por la esperanza
gozosa de la resurrección. Estén siempre alegres
en el Señor (Flp 4, 4).
Transfigurarse es vivir en Cristo por el amor agradecido y la unión con
él; y por el amor salvífico al prójimo, como él lo ama: hasta dar la vida por
quienes amamos. No hay amor ni dicha más grande en el tiempo y en la eternidad.
Ésa es la verdadera vida cristiana (vida en Cristo), de la que san
Pablo nos da ejemplo: No soy yo quien
vive, es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20). Ése es el camino de la plenitud y de la felicidad temporal y eterna que
todos anhelamos, y que Jesús ha puesto a nuestro alcance. ¡Recorrámoslo!
P. Jesús Álvarez, ssp  
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