
Convertirse o perecer eternamente
Domingo 3° cuaresma - C / 7-03-2010
Lucas
13, 1-9 - Algunos le contaron a Jesús una matanza de
galileos. Pilato los había hecho asesinar en el Templo, mezclando su sangre con
la sangre de los sacrificios. Jesús les replicó: ¿Creen ustedes que esos galileos eran más pecadores
que los demás porque corrieron semejante suerte? Yo les digo que no. Y si
ustedes no renuncian a sus caminos, perecerán del mismo modo. Y aquellas
dieciocho personas que quedaron aplastadas cuando la torre de Siloé se
derrumbó, ¿creen ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de
Jerusalén? Yo les aseguro que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos,
todos perecerán de igual modo. 
Jesús descarta
la relación de causa entre el pecado personal y las catástrofes naturales o la
muerte violenta. Las víctimas de las catástrofes, del hambre, de las guerras,
de la violencia, del maltrato, no sufren esas calamidades por ser más pescadores
que los demás. 
Y es
evidente que el criterio de sufrimiento o
muerte igual a castigo de Dios por el pecado personal, no se puede aplicar a
los millones de inocentes sacrificados antes de nacer; o a inocentes muertos de
hambre, catástrofes, violencia, guerras, enfermedades por falta de medicamentos
y asistencia médica… El sufrimiento es un misterio de salvación.
Ante
estas calamidades Jesús sugiere recapacitar y convertirse para evitar la desgracia
suprema e irremediable de la infelicidad eterna, privados de Dios y de todo
bien para siempre, a la vez que sujetos a toda clase de sufrimientos eternos.
Convertirse
significa cambiar para mejor: mejorar la forma de ser, de sufrir, gozar, trabajar,
pensar, sentir, hablar, amar, vivir, relacionarse, orar, a imitación de Cristo,
para mejorar la vida y la felicidad propia y ajena, temporal y eterna.
Convertirse
es vivir con más decisión el amor de gratitud hacia Dios y el amor salvífico hacia
el prójimo, lo cual es auténtico amor hacia nosotros mismos, que nos pone en el
real camino de la felicidad terrena y eterna que ansiamos desde lo más profundo
de nuestro ser. 
Convertirse
es amar de tal manera que abracemos con paciencia y ofrezcamos con esperanza
gozosa cualquier penalidad. El sufrimiento inevitable, injusto o merecido, asociado
al sufrimiento de Cristo en la cruz, es fuente segura de felicidad verdadera, temporal
y eterna.
Sería
gran necedad aplazar la conversión indefinidamente, pues la muerte nos
sorprenderá cuando menos lo pensemos, con riesgo de llevarnos a la muerte
segunda o eterna, donde el mayor tormento consiste en la incapacidad de amar y
de ser amados, por no haber querido amar: ¡En eso consiste el verdadero infierno!
Quien
no siente la necesidad de convertirse a Dios y al prójimo, es señal segura de
que no lleva buen camino, y necesita urgente conversión, para su felicidad
temporal y eterna.
 Jesús nos indica el
camino infalible para vivir en conversión continua: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14,
6). Quien me sigue, no camina
en las tinieblas y tendrá la luz de la vida eterna. (Jn 8, 12).  Quien está unido a mí, produce mucho fruto (Jn
15, 5). Fruto
de conversión y de salvación. 
P. Jesús Álvarez 
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