Cristo Jesús, no soy digno de llamarme cristiano...



MISERICORDIA SIN LÍMITES

Domingo 4° Cuaresma-C / 10-03-2013

Lc 15, 1-3. 11-32 - Jesús les dijo esta parábola: "Había un hombre que tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: ‘Dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y el padre repartió sus bienes entre los dos. El hijo menor juntó todos sus haberes, y unos días después se fue a un país lejano. Allí malgastó su dinero llevando una vida desordenada. Cuando ya había gastado todo, sobrevino en aquella región una escasez grande y comenzó a pasar necesidad. Finalmente recapacitó y se dijo: “Volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus empleados’. Cuando su padre lo vio venir, corrió a echarse a su cuello y lo besó. Y el padre ordenó a sus servidores: ‘¡Rápido! Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies. Traigan el ternero gordo y mátenlo; comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado’. Y comenzaron la fiesta”.

Esta página, la más bella de toda la literatura universal, sólo podía salir de la boca de la misma Sabiduría de Dios, Jesús, pues sólo Él conoce bien el corazón de su Padre y el corazón del hombre.

Ningún otro podría hablar de esa forma sobre el inmenso amor misericordioso de Dios. En ninguna otra religión se habla así de la infinita misericordia divina.

La misericordia de Dios es su capacidad irresistible de enternecerse, compadecerse, conmoverse, perdonar, estar cercano a nosotros, al mirarnos envueltos en nuestros pecados, debilidades, limitaciones, resistencias…

El padre no perdonó al hijo pródigo sólo por lo que éste le dijo, sino porque era hijo suyo muy querido, y porque manifestaba su conversión regresando a casa. Dios goza perdonándonos porque somos sus hijos queridos, a quienes el pecado pone en manos de su enemigo y enemigo nuestro, pero nos recupera con nuestra conversión y con su perdón.

Por eso no podemos esperar a poder confesarnos para dar a Dios la gran alegría de perdonarnos y darnos a nosotros el gozo de sentirnos perdonados.

Dios concede infaliblemente el perdón a quien se lo pide y se convierte de verdad, sin más condiciones. Como perdona cuando nosotros perdonamos de corazón: Si ustedes perdonan, también el Padre celestial les perdonará (Mt 16. 14-15).

E igual perdona a quienes hace obras de misericordia: Tuve hambre y sed; estaba desnudo, en la cárcel, enfermo..., y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes desde el principio del mundo (Mt 25, 31-46).

Sólo puede impedir el perdón de Dios quien lo rechaza; quien no reconoce ni detesta las ofensas hechas directamente a Dios, o indirectamente en el prójimo o en la propia persona. También se cierra al perdón de Dios quien no echa mano de los medios para salir del pecado y evitarlo.

Si Jesús nos pide que perdonemos setenta veces siete por día, quiere decir que el Padre nos perdona siempre que pedimos perdón con sinceridad. Jesús dijo a santa Josefina Kowalska: “Cuanto más grande sea el pecador, tanto más derecho tiene a mi misericordia”. Paradójico, incomprensible, pero es la pura verdad.

La absolución sacramental es necesaria antes de comulgar, si se tiene conciencia de pecado mortal. Sin embargo, podemos hacer la comunión espiritual, tan venida a menos, y que consiste en ponernos, arrepentidos, en brazos de Cristo como el hijo pródigo, suplicando: “Señor, yo no soy digno de llamarme cristiano, mas ven a mi corazón y a mi vida, a mis penas y alegrías, a mi trabajo y a mi familia.  No te merezco, pero te necesito”.

P. Jesús Álvarez, ssp