Fiesta del Corpus
Christi - C / 10-06-2007
El día comenzaba a
declinar. Los Doce se acercaron para decirle: «Despide a la gente para que se
busquen alojamiento y comida en las aldeas y pueblecitos de los alrededores,
porque aquí estamos lejos de todo». Jesús les contestó: «Denles ustedes
mismos de comer». Ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos
pescados. ¿O desearías, tal vez, que vayamos nosotros a comprar alimentos para
todo este gentío?» De hecho había unos cinco mil hombres. Pero Jesús dijo a sus
discípulos: «Hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta». Así lo hicieron
los discípulos, y todos se sentaron. Jesús entonces tomó los cinco panes y los
dos pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y
se los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos
comieron hasta saciarse. Después se recogieron los pedazos que habían sobrado,
y llenaron doce canastos. (Lc. 9,11-17).
La multiplicación de
los panes anticipa la Eucaristía, en la que se multiplica y se sirve el Pan
de la Palabra y el Pan de la Vida, que, desde la Última Cena, es distribuido
para salvación de los hombres en todos los tiempos y en todo el mundo, aunque
todavía de forma muy limitada. 
La Última Cena fue
la primera Misa. Jesús estaba para regresar al Padre y su inmenso amor a los
discípulos lo llevó a buscar una forma inaudita de quedarse con ellos y con
nosotros para siempre: la Eucaristía, en la que cumple a la letra su promesa:
“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). 
En la Eucaristía los
fieles ejercen su sacerdocio real que el Espíritu Santo les confirió en el
bautismo, haciéndolos “pueblo sacerdotal”, “ofrenda agradable al Padre” en
unión con Cristo. Así comparten con Él la obra de la propia salvación y la
salvación de la humanidad.
En la Comunión se da
la máxima unión entre Jesús y nosotros; una fusión como la del alimento: “Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Quien coma de este pan, vivirá para
siempre” (Jn 6, 51). “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera  bebida”
(Jn 6, 55). "Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en
él" (Jn 6, 56).  “Quien me come,
vivirá por mí” (Jn 6, 57).
Todo el que comulga
con fe y amor, puede en verdad decir con san Pablo: “Ya no soy el que vive; es
Cristo quien vive en mí” (Gá 2, 20). Y se cumple la consoladora palabra de
Jesús: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto” (Jn 15, 5). Creámosle a
Jesús presente.
La comunión, unión
real con Cristo, requiere y produce la comunión fraterna, empezando por casa.
No recibe a Cristo quien comulga y luego alimenta rencores, violencia o
indiferencia hacia el prójimo, con el que Cristo mismo se identifica: “Todo lo
que hagan a uno de estos mis hermanos, a mí me lo hacen” (Mt 25, 40).
"Donde falta la
fraternidad, sobra la Eucaristía", porque la ausencia de amor fraterno
destruye la Eucaristía, que es fiesta del amor divino y del amor humano. Si los
ojos de la fe y del corazón perciben a Cristo en la Eucaristía, también lo
percibirán presente en el prójimo.
Quien comulga sólo
por rutina, sin amor a Cristo y al prójimo, tenga en cuenta la advertencia de
san Pablo: “Quien come y bebe indignamente el cuerpo y la sangre de Cristo, se
traga y bebe su propia condenación". (1Cor, 11,29). Decir o pensar que se
cree en Jesús, y llevar luego una vida contraria a la suya, es estar en su
contra: “Quien no está conmigo, está contra mí”. (Lc 11, 23).
Jesús, que mandó a
los discípulos que dieran de comer a todos, instituyó la Eucaristía para todos
los hijos de Dios, hermanos suyos y nuestros, de todas las latitudes y de todos
los tiempos… "Esto es mi cuerpo entregado… y mi sangre derramada por
ustedes" (Lc 22, 19-20).
La Iglesia posee el
tesoro sublime de la Eucaristía, sin embargo, multitud de bautizados mueren de
anemia espiritual ante la indiferencia de muchos discípulos de Cristo,
encargados de distribuir a todos el Pan de los Ángeles. ¿Será voluntad de Jesús
que la Iglesia reserve para tan pocos el Pan que él quiso para todos? 
Gn 14, 18-20 - En
aquellos días: Melquisedec, rey de Salém, que era sacerdote de Dios, el
Altísimo, hizo traer pan y vino, y bendijo a Abrám, diciendo: “¡Bendito sea
Abrám de parte de Dios, el Altísimo, creador del cielo y de la tierra! ¡Bendito
sea Dios, el Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos!” Y Abrám le dio
el diezmo de todo.
Abrám, padre de los
creyentes que forman el pueblo bíblico de Israel, regresa de una batalla
victoriosa contra un ejército enemigo, y le sale al encuentro Melquísedec,
sacerdote no judío y rey de Jerusalén, quien bendice a Abrám de parte de Dios,
y bendice a Dios por la victoria de Abrám. 
Ambos, no obstante
las diferencias, creen en el mismo Dios. Desde entonces el pueblo de Israel se
asoció al pueblo de Jerusalén, al que se unió por un tributo de alianza. Un
buen ejemplo de ecumenismo fundamentado en el único Dios Altísimo, ante el cual
no cuentan las diferencias secundarias, sino la fe y el culto en espíritu y en
verdad. 
Melquísedec, cuyo
origen y fin se desconocen, sacerdote y rey, simboliza a Cristo Sacerdote y
Rey, Alfa y Omega, sin principio ni fin.
El pan y el vino que
Melquísedec ofreció a los soldados de Abrám, simboliza el pan y el vino que
Jesús ofreció a los apóstoles en la Última Cena, y que se ofrece en cada
Eucaristía en todo el orbe, pero ya no como simple pan y vino, sino como Cuerpo
y Sangre de Cristo, que se entrega al pueblo y por pueblo, y a cada uno de
nosotros, por manos de los sacerdotes de Cristo, sumo Sacerdote, Altar y
Víctima.
1Cor 11, 23-26 -
Hermanos: Lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido, es lo
siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio
gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes.
Hagan esto en memoria mía”. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa,
diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza que se sella con mi Sangre. Siempre
que la beban, háganlo en memoria mía”. Y así, siempre que coman este pan y
beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva.
San Pablo no estuvo
presente en la Última Cena, sino que recibió directamente de Jesús la narración
o la visión de cómo se celebró la primera Eucaristía, en el Cenáculo. Y su
narración coincide en lo esencial con los Evangelios de Lucas, Matero y Marcos,
que entre sí también tienen algunas diferencias.
El Apóstol relaciona
la Eucaristía con la muerte y resurrección de Cristo Redentor. Los tres
acontecimientos son una sola realidad pascual, que se renueva en cada
Eucaristía como misterio de salvación para la humanidad y para cada uno de
nosotros.
La Eucaristía no es
una simple práctica de piedad obligatoria, sino el acontecimiento universal de
salvación, mediante el cual todos estamos invitados a compartir con Cristo la
obra de la redención. 
Es lo máximo que podemos hacer por la salvación propia,
la de los nuestros y del mundo entero. “Es la fuente y cumbre” de la vida de la
Iglesia y de todo cristiano.
Mas para que la
Eucaristía sea realmente obra de salvación, es necesario que participemos
ofreciéndonos al Padre, junto con Cristo, por nosotros, por los nuestros y por
el mundo entero. Así lo pide san Pablo: “Los exhorto… a presentar sus cuerpos
como hostia viva, santa, agradable a Dios. Éste es el culto razonable” (Rm 12,
1).
P. Jesús Álvarez,
ssp
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