¿Tengo fe en Dios o soy idólatra?
El n. 13 de la Lumen Fidei expone la oposición
entre la fe y la idolatría. Muchos cristianos están atrapados por los ídolos sin
darse cuenta. Este texto puede ayudar a salir de la trampa y a no caer en
ella.
Lo contrario
de la fe se manifiesta como idolatría. La fe, por su propia naturaleza, requiere
renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una
invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un
Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno.
Un rabino de
Kock define así la idolatría: se da idolatría cuando «un rostro se dirige
reverentemente a otro rostro que no es un rostro». En lugar de tener fe en
Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es
conocido, porque lo hemos hecho nosotros.
Ante el ídolo,
no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque
los ídolos «tienen boca y no hablan» (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo
es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la
obra de las propias manos.
Perdida la
orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en
la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se
desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es
siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro.
La idolatría
no presenta un camino, sino una multitud de senderos que no llevan a ninguna
parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios, se ve
obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí».
La fe, en
cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de
los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal.
Creer
significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que
sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de
enderezar lo torcido de nuestra historia.
La fe consiste
en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de
Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre
encuentra un camino seguro que lo libera de la dispersión a que lo someten los
ídolos.
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