Habiéndome convencido de
que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello
fue posible porque tú, Señor, me socorriste. Entré y vi con los ojos de mi
alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por
encima mi mente, una luz inconmutable.
¡Oh eterna verdad,
verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y
noche. Y cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para
hacerme ver que había algo que yo no era aún capaz de verlo.
¡Tarde te amé, Hermosura
tan antigua y tan nueva; tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así
por fuera te buscaba. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Ahora
siento hambre y sed de ti; me tocaste y deseé con ansia la paz que procede de
ti.
¡Oh verdad, luz de mi
corazón! Ahora vuelvo a tu fuente sediento y anhelante. No soy yo mi propia
vida. Por mí mismo, sólo viví mal; mas luego, en ti resucité. Nos has hecho
para ti, y nuestro corazón no halla sosiego mientras no descanse en ti.
San Agustín, Confesiones.
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