HACIA LA
VIDA SIN MUERTE
Domingo 32° durante el año C / 10 noviembre 2013
Evangelio Lc 20, 34-38.
Se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la
resurrección, y le preguntaron: - Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno
se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda para
dejar descendencia a su hermano”. Pues se da el caso de siete hermanos, de los
cuales el primero murió sin dejar descendencia. Y uno tras otro se casaron con
la viuda y murieron sin dejar tener hijos. Y por fin murió también la mujer.
Dinos: cuando llegue la resurrección, de cuál de los siete será esposa la
mujer? Jesús les contestó: - En esta vida hombres y mujeres se casan, pero
quienes sean juzgados dignos de la vida eterna y de la resurrección de entre
los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, sino que son como ángeles
e hijos de Dios, porque participan en la resurrección.
Los saduceos - como tanta gente hoy, incluso cristianos - sólo creían lo
que lograban comprender con su limitada inteligencia y tocar con sus manos.
Pensaban que Dios sólo puede hacer lo que ellos puedan comprender. Y eso es
encerrar a Dios en la casilla de la diminuta mente humana; es negarlo.
Creer en un Dios Padre, que nos ama incondicionalmente, y a la vez pensar
que ese amor se limita a nuestra corta y muchas veces dolorosa existencia en la
tierra, sería tener una imagen absurda y monstruosa de Dios. “Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza
en Cristo solamente para esta vida, seríamos los más dignos de lástima” (1Cor 15, 19).
Dios no puede amarnos sólo por un tiempo y frustrar la insaciable sed de
felicidad, y de vivir en intimidad y comunión con Él para siempre; sed que él mismo
puso en nuestro ser, y que en esta tierra es imposible saciar.
Nosotros creemos y esperamos en la resurrección, aunque no podamos
demostrarla y ni siquiera imaginarla, porque pertenece a un orden totalmente
distinto, al mundo nuevo que cae fuera de nuestras categorías y experiencias.
Es como si un niño en el seno materno quisiera comprender lo que le espera al salir
a la luz de este mundo.
La prueba y
garantía de nuestra resurrección es la resurrección de Cristo, creída por la fe,
no por pruebas científicas o históricas. La resurrección de Cristo y de los
muertos es la razón de ser, el centro y meta de la fe cristiana. La vida en la
perspectiva de la resurrección se vuelve de una fascinante belleza.
A quienes preguntan con qué cuerpo vamos a resucitar, san Pablo les
responde: “¡Necio!, lo que siembras no es
la planta que nace, sino una simple semilla” (1Co
15, 37). La semilla muere y se pudre
al dar vida a una planta nueva. Mucho mayor es la diferencia entre el cuerpo
físico que se descompone y el cuerpo resucitado, glorioso como el de Cristo
Jesús, que Dios nos dará al morir, si lo hemos seguido creyendo en Él y amándolo.
Y no hay que esperar el fin del mundo para
resucitar, sino que la resurrección se verifica en el momento de la muerte. Así
se lo aseguró Jesús al buen ladrón: “Hoy
mismo estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Cierto: hay también resurrección para la segunda
muerte, para quienes han rechazado conscientemente a Dios y su oferta de salvación
y resurrección.
Pero lo decisivo no es comprender la resurrección, sino desearla,
prepararse para ella y alcanzarla gracias a la misericordia de Dios, que toma
en cuenta nuestras buenas obras y nuestras cruces asociadas a la cruz de
Cristo, que por la pasión mereció la resurrección para él y para nosotros. Sin
resurrección, la vida no tiene sentido ni aliciente, y la muerte, menos.
P.J.A.
<-<-<-<-<-<-<-<-<-<0+0>->->->->->->->->