SAN PEDRO y SAN PABLO
B / 29 junio 2014
Al llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó
a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Ellos le dijeron: Unos,
que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los
profetas. Él les dijo: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón tomó la palabra y dijo: Tú eres
el mesías, el hijo del Dios vivo. Jesús le
respondió: Dichoso tú, Simón, hijo de Juan,
porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en los cielos. Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las
llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los
cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos. Mt 16,13-19.
En este doble sondeo, a Jesús le importaba más la opinión que los Doce
tenían sobre su Maestro. Quería afianzar la fe de sus discípulos respecto de su
propia persona y misión.
Pedro tomó por primero y con decisión la palabra para confesar, ante
sus condiscípulos, la fe en la divinidad y misión salvadora de Jesús. Más
tarde, en previsión de las negaciones de Pedro en la noche de la pasión, Jesús
le dijo: “Y tú, una vez convertido,
confirma en la fe a tus hermanos” (Luc 22,32).
La autoridad en la Iglesia no se identifica
con el poder, los privilegios, el prestigio, los atuendos, como pasa con las
autoridades políticas; sino que cumple un servicio de amor, de misericordia y
de unidad, de fe y conversión continua, de entrega por la liberación y
salvación de los hombres en unión con el Resucitado, sin el cual la autoridad no
puede hacer nada en orden a la liberación y salvación de los hombres: “Sin mí, nada pueden hacer” (Jn 15 .5).
Por eso los puestos de servicio en la Iglesia deberían estar, no
los que tienen más títulos y prestigio, sino los que más se distinguen en el
servicio de la fe, la unidad y el amor salvífico para con el pueblo de Dios y
del mundo, a imitación del Buen Pastor.
Jesús
constituye a Pedro como príncipe y servidor de su Iglesia, sin báculo, sin
mitra, sin vestidos pomposos; sin más privilegios que el de “ser
el último de todos y servidor de todos, (Mc 9, 35) hasta dar la vida por la
salvación de los hombres, como el Maestro, quien le asegura a Pedro y a sus
sucesores que las fuerzas del mal no prevalecerán contra su Iglesia, a pesar de
todo.
Es importante aclarar al pueblo fiel, en qué consiste realmente la Iglesia y quiénes forman la Iglesia. Sabemos
que la opinión pública, manejada por los medios de comunicación social, suele
referirse a la Iglesia sólo como jerarquía y clero, cuando en la Iglesia la
primacía la tiene el “Pueblo de Dios”, a cuyo servicio está la jerarquía.
Es necesario insistir al pueblo sobre la realidad, naturaleza y misión
de la Iglesia con mayor frecuencia y amplitud: Cristo Cabeza, pueblo y
jerarquía; es el pueblo de Dios que, con sus pastores, peregrina hacia el reino
eterno con Cristo resucitado al frente. Los medios masivos intuyen o saben que
una Iglesia sin Cabeza, no puede subsistir.
Y por eso los adversarios atacan a la Cabeza de una y mil maneras. Pero
Jesús nos garantiza: “No teman: estoy con
ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).Palabras de consuelo, alegría
y esperanza gozosa para nosotros.
Cristo
concede a Pedro, y en él a los demás apóstoles de entonces y de todos los
tiempos, la misión de la misericordia: el poder de perdonar los pecados. La Iglesia no es la Iglesia del pecado, sino la Iglesia del perdón de los
pecados y de los pecadores arrepentidos, tanto jerarcas como clero y fieles.
San Pedro, a pesar de su traición, es elegido por Jesús para cumplir en la tierra la misión redentora del Maestro. Cuando nos sentimos pecadores arrepentidos, recuperamos la amistad de Cristo, de Dios, y continuamos con mayor entusiasmo sobre las huellas del Redentor. Es la más eficaz penitencia por nuestros pecados y por los pecados ajenos.
P.Jesús Álvarez, ssp