Nuestra felicísima Familia eterna



DIOS es AMOR, VIDA,  FELICIDAD y FAMILIA

Santísima Trinidad A /15 junio 2014


Tanto amó Dios al mundo, que le dio al Hijo Único, para que quien cree en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él, no hay juicio. En cambio, el que no cree, ya se ha condenado, por el hecho de no creer en el nombre del Hijo único de Dios. (Juan 3, 16-18)



La Familia Trinitaria está constituida por las tres Personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ella, las tres divinas Personas, nos crearon por amor, y anhelan compartir con nosotros la vida, el amor y la felicidad en su eterno Hogar Trinitario, que es nuestra Familia de origen y destino eterno, donde nos han precedido muchos.

Poco importa que no podamos comprender ni explicar el misterio de la Trinidad. Lo maravilloso es que podemos, por gracia de Dios, amar, adorar, gozar y tratar a todas y cada una de las tres divinas Personas de la Trinidad, ya en el tiempo y luego por toda la eternidad. Ellas se abajan a nosotros y habitan en nosotros como en su templo preferido.

Jamás podríamos sospechar este misterio, si el mismo Hijo de Dios, hecho carne, no lo hubiera revelado: “A quien me ame, lo amará mi Padre, y vendremos a él para hacer morada en él”. (Jn 14, 23).

Fatal e irreparable desgracia sería el ignorar a nuestra Familia eterna, su amor, su gloria y su felicidad infinita, que tiene destinada también para nosotros. 

No podemos vender esa incomparable herencia por un plato de lentejas: los bienes y placeres efímeros y temporales, prefiriéndolos al amor de Dios, a los bienes y gozos eternos, de los que los cuales los de aquí no son más que un aperitivo.


Ante esta tremenda posibilidad del hombre, Dios llega al extremo de enviarnos y entregarnos a su Hijo único, para enseñarnos el camino del paraíso y a caminar con él, dejando las sendas que alejan de nuestro felicísimo Hogar eterno, la Trinidad.

Dios no envió a su Hijo al mundo para castigar a los hombres que le dan la espalda, sino para salvarlos: No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta a mí y viva”(Mt 16, 25). Pero Jesús no impone la salvación a nadie; solamente la propone: “Para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 15).

Pero quien se aleja de Dios, se pone en el camino de perder para siempre las personas que ama, los bienes terrenos, a sí mismo y a Dios, máximo bien y origen de todo bien. El bien más precioso para Dios en la tierra es ñpa persona humana.


Mientras que, a quien emprende el camino de la salvación, por arduo que resulte, según los mandatos de Dios, le dará el ciento por uno en la tierra en bienes, personas y placeres gozados como quiere el Creador de todo placer, y así los gozará para siempre en la Patria eterna.


Amar a las criaturas de Dios más que a Dios, es idolatría. Es renunciar a la herencia eterna que Dios nos ofrece. Sólo Dios puede salvarnos; no existe otro Salvador. En serio.

Vale la pena preguntarse en serio y a tiempo, -aunque seamos practicantes, catequistas, religiosos, sacerdotes: ¿qué o quién es el ídolo o los ídolos que quizás están desplazando o suplantando a Dios en mi vida, en mi persona y en mi corazón?

Jesús nos indicó muy claro cómo el hombre se hace miembro de la Familia Trinitaria: “Estos son mi madre y mis hermanos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Mt 12, 50). y “Quien pierda la vida por mí, la salvará(Mt 10, 39).

Se entiende: quien pretenda salvar la vida por egoísmo, la perderá; pero quien la entregue por amor a Dios y al prójimo, la tiene asegurada para la eternidad. No hay otra alternativa. Gran sabiduría es elegir a toda costa el camino justo.


P. Jesús Álvarez, ssp

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