INVITADOS AL BANQUETE ETERNO



 Domingo XXVIII durante el año - A / 12-10-2014


Jesús siguió hablándoles por medio de parábolas a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: Aprendan algo del Reino de los Cielos. Un rey preparaba las bodas de su hijo, por lo que mandó a sus servidores a llamar a los invitados a la fiesta. Pero éstos no quisieron venir. De nuevo envió a otros servidores, con orden de decir a los invitados: “He preparado un banquete, ya hice matar terneras y otros animales gordos y todo está a punto. Vengan, pues, a la fiesta de la boda”. Pero ellos no hicieron caso, sino que se fueron, unos a sus campos y otros a sus negocios. Los demás tomaron a los servidores del rey, los maltrataron y los mataron. El rey se enojó y envió a sus tropas, que dieron muerte a aquellos asesinos e incendiaron su ciudad. Después dijo a sus servidores: “El banquete de bodas sigue esperando, pero los que habían sido invitados no eran dignos. Vayan, pues, a las esquinas de las calles e inviten a la fiesta a todos los que encuentren. Los servidores salieron inmediatamente a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, de modo que la sala se llenó de invitados. Mt. 22,1-14

Jesús compara la vida eterna a un suculento banquete de bodas, un festín permanente, al que Dios invita a sus amigos. Son admitidos todos los que han acogido con gratitud la invitación y reúnen las condiciones dignas para participar en el gran banquete. Por desgracia, muchos no aceptan la invitación o no reúnen las condiciones para ingresar al banquete, con lo cual pierden el derecho a compartir la fiesta eterna.
Mas hay quiénes negocian con todo, incluso con el prójimo: a costa del hambre, la enfermedad, la ignorancia, el sufrimiento, y hasta con la religión, y celebran banquetes sobre el hambre y el dolor de otros. Ésos ya han recibido su paga: se han hecho su cielo en la tierra, y se autoexcluyen del banquete eterno.
Y es evidente en el mundo de hoy, donde muchos nadan en lujos, en poder y en placer, sin tener en cuenta que su paraíso terreno se derrumbará de improviso, cuando menos lo piensen.
Sin embargo, los que nos consideramos tal vez suficientemente buenos, también debemos reaccionar, y considerar si gozamos con gratitud y usamos bien los dones de Dios, o si olvidamos al Dios de los dones, sin pensar para qué nos los dio, o si los disfrutamos en contra de su voluntad. ¿Nos aferramos a los gustos del cuerpo y a bienes caducos, como si fueran eternos?
San Pablo escribe: “Sé vivir en la pobreza y en la abundancia” (Flp 4, 12), pues aquí abajo todo es relativo y pasajero: la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, el gozo y el sufrimiento. Lo único que cuenta es la salvación definitiva: la nuestra y la del prójimo, para luego gozar del banquete eterno, donde Cristo Rey nos tiene preparado un sitio, que nos ganó con su vida, muerte y resurrección. ¡No lo perdamos todo y a Dios mismo, nuestro sumo Bien y Felicidad!
San Pablo decía también: “Para mí la vida es Cristo, y  es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo” (Flp 1, 21). Asegurémonos nuestro puesto mediante la unión real con Jesús presente, y no cambiemos nuestra sublime herencia eterna, por un plato de placeres que pronto se esfuman.
La salvación no es juego ni tampoco un privilegio de unos pocos. Hay que tomar muy en serio la vida terrena y la eterna, la propia y la ajena. El vestido de bodas son las obras de amor a Dios y al prójimo, a imitación de Cristo, nuestro Camino, Verdad y Vida. Las obras de amor nos revisten de Cristo.

Librémonos del eterno remordimiento de perder los bienes de la tierra y los del cielo a la vez y para siempre, y a Dios mismo, el cual, sin embargo, ansía compartir con todos nosotros su banquete eterno.
P. Jesús Álvarez, ssp