Santa
María, Madre de Dios / 1º enero 2015
Lucas 2, 16-21.
San
Cirilo de Alejandría aclara qué significa el título Madre de Dios: “El Verbo viviente, subsistente… se hizo carne en el tiempo, y por eso es
acertado afirmar que ha nacido de mujer. Jesús, que ha nacido del Padre en la
eternidad, ha nacido también de María en el tiempo”.
De
esta prerrogativa inigualable derivan todos los demás privilegios de María. Sin
embargo, Jesús, ante la exclamación de una mujer: “Bendito el seno que te llevó
y los pechos que te amamantaron”, afirmó: “Más bien dichosos quienes escuchan
la Palabra de Dios y la practican”.
María
es más dichosa por escuchar y cumplir la Palabra de Dios que por ser Madre
Jesús. Así nosotros: no merecemos la salvación sólo por ser hijos de Dios y de
María, sino, a la vez, por escuchar y cumplir la Palabra de Dios. Lo uno no
excluye lo otro, sino que lo exige.
Es
admirable ver cómo Dios inició la creación del género humano por el hombre sin
concurso de la mujer, y cómo inició la redención por la mujer sin concurso del
varón, ya que el Salvador nació por obra del Espíritu Santo.
Dios
ha dado a la mujer un lugar irremplazable en la historia de la salvación, en
complementariedad con el hombre. El modelo supremo de esta misión salvífica femenina
es María, que se une al único Salvador acogiéndolo en su seno virginal para
darlo a la humanidad.
La
encíclica Lumen Gentium dice (n.56):
“María, hija de Adán, consintiendo a la palabra divina, se convirtió en madre
de Jesús y, abrazando la voluntad salvífica de Dios con toda su alma; y sin
peso alguno de pecado, se consagró totalmente, como Servidora del Señor, a la
persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención bajo él y
con él, mediante la gracia del Omnipotente”.
En
María queda superada la multisecular discriminación contra la mujer;
discriminación que es contraria al plan creador y salvador de Dios, quien
concede a la mujer la misión de compartir con el hombre el origen temporal y el
destino eterno en la Casa del Padre.
Hacen
falta nuevas Marías que, con su ternura, decisión, fe y valentía continúen, con
la Madre de Jesús, la historia de la salvación, acogiendo y haciendo presente a
Cristo, único Salvador, para que libere a hombres y mujeres de las grandes
esclavitudes que los están destruyendo como personas, y degradando su condición
como hijos e hijas de Dios.
Dichosas
las mujeres -y los hombres- que creen y aman como María, pues también ellos y
ellas concebirán y darán a luz al Hijo de Dios, y compartirán su Sacerdocio
supremo en virtud del sacerdocio bautismal, para salvación de la humanidad,
empezando por el santuario doméstico, la familia.
P. Jesús Álvarez, ssp