BAUTISMO DEL SEÑOR
B / 11-1-2015
Evangelio Marcos 1, 7-11
En aquel tiempo Juan
proclamaba este mensaje: Detrás de mí viene uno con mayor poder que yo,
y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias arrodillado ante él. Yo
les he bautizado con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo. En
aquellos días llegó Jesús de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por
Juan en el río Jordán. Al momento de salir del agua, Jesús vio los cielos
abiertos: el Espíritu bajaba sobre él bajo la forma de una paloma, mientras se escuchaban
estas palabras del cielo: “Tú eres mi Hijo, el Amado, mi Elegido”.
Jesús, el Hijo de Dios, no recela pasar por pecador
poniéndose a la cola con los pecadores para ser bautizado por Juan, y conferir
al agua el poder de salvación en su nuevo bautismo. Y Jesús sigue hoy
mezclándose entre los pecadores, entre nosotros para arrancarnos del pecado;
pero no renuncia a su condición divina, pues sólo desde su divinidad puede
quitar nuestro pecado y el pecado del mundo para resucitarnos.
Con el bautismo, Cristo Jesús inicia su misión mesiánica de
liberar al pueblo de sus esclavitudes, sufrimientos y pecados, a fin de abrirle las puertas de la gloria
eterna. El mismo Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, lo presenta a la
humanidad: “Este es mi Hijo el Amado, mi Elegido. Escúchenlo” (Lc 9, 28).
Más tarde el Padre lo acogerá en la cruz por nuestra
salvación, lo resucitará en la Pascua y lo sentará a su derecha el día de la
Ascensión. En su gloria espera y acoge a la humanidad redimida por su muerte y
resurrección. Allí nos espera para cumplir su promesa: "Me voy a
prepararles un puesto y luego vendré a buscarlos" (Jn 14, 2).
La Iglesia, pecadora en sus miembros (nosotros), pero santa
en su Cabeza (Jesús), continúa la misión liberadora, santificadora y salvífica
de Cristo. La Iglesia tiene que encarnarse en la realidad y humanizarse, pero
sin olvidar la condición divina de Jesús, que es su Cabeza e Hijo de Dios, el
único que puede salvar, dentro y fuera de la Iglesia.
Los ministros y miembros de la Iglesia no son los que libran
del pecado y salvan, sino que es Cristo Resucitado, presente y actuante, quien
nos libra y salva por medio de ellos.
Nuestro bautismo nos injerta en el Bautismo de Jesús, nos
hace miembros de su Cuerpo místico, que es la Iglesia, y nos asocia a su misión
sacerdotal para salvación de la humanidad.
Sin embargo, el rito del Bautismo purifica y
salva sólo a condición de que se lleve una vida cristiana de amor y de
servicio. Exige un compromiso de
libertad frente a las seducciones del poder, del placer y del dinero.
Los bautizados en la infancia logramos la madurez del
bautismo asumiéndolo con una fe consciente, adulta, que es amor a Dios y
amor-servicio al prójimo. Por la fe acogemos al Hijo, agradecemos al Padre y
nos abrimos al Espíritu Santo, que nos bautiza con el fuego de su amor.
En el Bautismo Jesús se consagró como una persona hombre
para los demás; y el bautismo nos hace también a nosotros personas para los
demás, amándolas como Cristo las ama. Una vida egoísta, centrada en uno mismo,
es negación del bautismo, negación de Cristo y del prójimo, negación de la fe y
renuncia a la salvación.
Amar a Cristo, ser cristiano, vivir el bautismo, supone
escuchar su Palabra y llevarla a la práctica: “Quien me ama, cumplirá mis
palabras” (Jn 14, 23). Es vivir el
mandato de Dios Padre: “Éste es mi Hijo amado en quien me he complacido.
Escúchenlo" (Mt 3, 17).
P. J. Á.
Evangelio Marcos 1, 7-11
En aquel tiempo Juan
proclamaba este mensaje: Detrás de mí viene uno con mayor poder que yo,
y yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias arrodillado ante él. Yo
les he bautizado con agua, pero él los bautizará en el Espíritu Santo. En
aquellos días llegó Jesús de Nazaret, pueblo de Galilea, y se hizo bautizar por
Juan en el río Jordán. Al momento de salir del agua, Jesús vio los cielos
abiertos: el Espíritu bajaba sobre él bajo la forma de una paloma, mientras se escuchaban
estas palabras del cielo: “Tú eres mi Hijo, el Amado, mi Elegido”.
Jesús, el Hijo de Dios, no recela pasar por pecador
poniéndose a la cola con los pecadores para ser bautizado por Juan, y conferir
al agua el poder de salvación en su nuevo bautismo. Y Jesús sigue hoy
mezclándose entre los pecadores, entre nosotros para arrancarnos del pecado;
pero no renuncia a su condición divina, pues sólo desde su divinidad puede
quitar nuestro pecado y el pecado del mundo para resucitarnos.
Con el bautismo, Cristo Jesús inicia su misión mesiánica de
liberar al pueblo de sus esclavitudes, sufrimientos y pecados, a fin de abrirle las puertas de la gloria
eterna. El mismo Dios Padre, por medio del Espíritu Santo, lo presenta a la
humanidad: “Este es mi Hijo el Amado, mi Elegido. Escúchenlo” (Lc 9, 28).
Más tarde el Padre lo acogerá en la cruz por nuestra
salvación, lo resucitará en la Pascua y lo sentará a su derecha el día de la
Ascensión. En su gloria espera y acoge a la humanidad redimida por su muerte y
resurrección. Allí nos espera para cumplir su promesa: "Me voy a
prepararles un puesto y luego vendré a buscarlos" (Jn 14, 2).
La Iglesia, pecadora en sus miembros (nosotros), pero santa
en su Cabeza (Jesús), continúa la misión liberadora, santificadora y salvífica
de Cristo. La Iglesia tiene que encarnarse en la realidad y humanizarse, pero
sin olvidar la condición divina de Jesús, que es su Cabeza e Hijo de Dios, el
único que puede salvar, dentro y fuera de la Iglesia.
Los ministros y miembros de la Iglesia no son los que libran
del pecado y salvan, sino que es Cristo Resucitado, presente y actuante, quien
nos libra y salva por medio de ellos.
Nuestro bautismo nos injerta en el Bautismo de Jesús, nos
hace miembros de su Cuerpo místico, que es la Iglesia, y nos asocia a su misión
sacerdotal para salvación de la humanidad.
Sin embargo, el rito del Bautismo purifica y
salva sólo a condición de que se lleve una vida cristiana de amor y de
servicio. Exige un compromiso de
libertad frente a las seducciones del poder, del placer y del dinero.
Los bautizados en la infancia logramos la madurez del
bautismo asumiéndolo con una fe consciente, adulta, que es amor a Dios y
amor-servicio al prójimo. Por la fe acogemos al Hijo, agradecemos al Padre y
nos abrimos al Espíritu Santo, que nos bautiza con el fuego de su amor.
En el Bautismo Jesús se consagró como una persona hombre
para los demás; y el bautismo nos hace también a nosotros personas para los
demás, amándolas como Cristo las ama. Una vida egoísta, centrada en uno mismo,
es negación del bautismo, negación de Cristo y del prójimo, negación de la fe y
renuncia a la salvación.
Amar a Cristo, ser cristiano, vivir el bautismo, supone
escuchar su Palabra y llevarla a la práctica: “Quien me ama, cumplirá mis
palabras” (Jn 14, 23). Es vivir el
mandato de Dios Padre: “Éste es mi Hijo amado en quien me he complacido.
Escúchenlo" (Mt 3, 17).
P. J. Á.