para quien cree en él, no hay juicio
Domingo IV de cuaresma-B / 15-3-2015
En aquel tiempo dijo Jesús: - Recuerden la serpiente que Moisés hizo
levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del
Hombre, y entonces todo el que crea en él, tendrá por él vida eterna. ¡Así amó
Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él, no se pierda,
sino que tenga vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que se salve el mundo gracias a él. Para quien cree en él no
hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado, por el hecho de no
creer en el Nombre del Hijo único de Dios. Esto requiere un juicio: la luz vino
al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras
eran malas. Pues el que obra el mal odia la luz y no va a la luz, no sea que
sus obras malas sean descubiertas y condenadas. Pero el que hace la verdad va a
la luz, para que se vea que sus obras han sido hechas en Dios.
(Jn 3,
14-21).
La serpiente de bronce que
Moisés levantó en el desierto para curar a quienes eran mordidos por serpientes
venenosas, es un símbolo de la cruz desde la cual Cristo cura el pecado del
hombre, y les concede la resurrección y la vida eterna a quienes lo miran con
fe, amor y esperanza, como el único Salvador.
Los
hebreos no atribuían la curación a la serpiente de bronce, sino a Dios que los
curaba al mirarla. Así nosotros no creemos que nos salva la sola cruz, sino
Cristo muerto en la cruz y resucitado. Los dones de Dios y su salvación no
pueden atribuirse a imágenes de ángeles, de santos, y ni siquiera a la Virgen
María, sino sólo a Cristo Jesús, nuestro único Salvador.
La serpiente de bronce y los
ángeles de oro en el Arca de la Alianza, hechos por orden expresa del mismo
Dios, justifican la veneración -
no la adoración -
de las imágenes en la Iglesia católica, que las considera como luces que
reflejan la presencia del Sol (Jesús), y nos guían al encuentro con Cristo
resucitado y presente, a ejemplo de aquellas personas representadas por las
imágenes que veneran, y que vivieron en santidad, unidas a Cristo.
Por otra parte: Dios mismo
hace cada día millones de imágenes suyas, pues toda persona concebida es
“imagen y semejanza” de Dios, su obra maestra. Y la imagen suprema de Dios es
Cristo, “imagen visible del Dios
invisible” (Col 1, 15); como dice san Pablo.
Orar ante
un crucifijo o contemplarlo, no es idolatrar una cruz, sino orar y adorar a
Quien el crucifijo representa: el mismo Hijo de Dios muerto por nuestro amor,
que pasó por la cruz a la resurrección y a la gloria eterna, mostrándonos así
el camino abierto por él también para nosotros. ¡Tanto nos amó y nos ama Dios!
Sin embargo, para salvarse,
es necesario creer en Jesús resucitado, amarlo e imitarlo como el único
Salvador y Maestro, correspondiendo así al amor inmenso del Padre, que lo “envió al mundo, no para condenarlo, sino
para salvarlo” (Jn 3, 14-21). Y nos pide que colaboremos
con Cristo en la salvación del prójimo y del mundo.
Quien cree
en Cristo resucitado y lo ama de veras, tiene asegurada la vida eterna, y no
será juzgado, como él mismo lo promete. Pero quien lo niega conscientemente, se
excluye de la salvación eterna. Pidamos y cultivemos la fe amorosa en nuestro
único Salvador Jesucristo.
P.J. Álvarez