DOMINGO DE PENTECOSTÉS Ciclo B / 24 mayo 2015
Ese mismo día, el primero después del sábado, los
discípulos estaban reunidos por la tarde, con las puertas cerradas por miedo
a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: ¡La
paz esté con ustedes! Dicho esto,
les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al
Señor. Jesús les volvió a decir: ¡La
paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también a
ustedes. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo: a
quienes absuelvan de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los
retengan, les serán retenidos. (Jn. 20,19-23).
Hoy es el cumpleaños de nuestra Madre la Iglesia, que nació el día
de Pentecostés por obra del Espíritu Santo, a semejanza de cómo Jesús había
nacido de María. Ella presidió, durante diez días, la oración de los apóstoles,
pidiendo la venida del Paráclito.
El Espíritu Santo, la tercera Persona de la santísima Trinidad, hizo surgir toda la creación y la conserva a través de millones y millones de años. No es una paloma, símbolo con el cual se manifestó en el bautismo de Jesús, mientras que el día de Pentecostés se manifestó en forma de viento fuerte y lenguas de fuego.
El mismo Espíritu Santo nos da una idea más apropiada sobre él: es vida, amor, alegría, luz, calor, aire, agua, brisa, don, consuelo, dulce huésped, descanso, gozo, aliento, fortaleza, libertad, paz; y su misión es dar vida, crear, fortalecer, alentar, regar, sanar, lavar, guiar, transformar, liberar, salvar, resucitar…
Jesús dice a sus discípulos –los cristianos somos sus discípulos también.- (Jn 20, 21). No se trata de una misión en exclusiva para la jerarquía o el clero, sino también para todo cristiano, por el mero hecho de ser cristiano -nombre que significa persona unida a Cristo-, portadora de Cristo, testigo de Cristo resucitado.
Como el miedo y la cobardía “encerró” a los discípulos de Jesús en el Cenáculo, así los pastores y los fieles que acojan a Cristo resucitado presente en medio de ellos con su Espíritu, serán llenados de paz, alegría, fortaleza y seguridad, y no caerán en la inutilidad y en el escándalo. Jesús nos garantiza: “Estoy con ustedes todos los días” (Mt 28, 20); “Quien vive unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Nada que tenga fuerza salvadora para sí y para otros.
Ser testigos de Jesús no se reduce a repetir sus palabras y su doctrina, sino que, sobre todo, es necesario imitarlo en sus actitudes y obras, acogerlo en la vida, darlo a conocer; lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo, como lo afirma san Pablo: “Ni siquiera podemos decir: 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1Cor. 12, 3). “Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Rm. 8, 9). Sin su ayuda “nada bueno hay en el hombre, nada inocente”, en nosotros. De ahí la necesidad inaplazable de invocarlo con frecuencia.
A pesar de ser débiles, pecadores y deficientes, Jesús nos llama a compartir su misma misión –la salvación de los hombres para gloria de Dios- confiada a los apóstoles, en un mundo atrapado por las poderosas fuerzas del mal, que nos superan con mucho. Pero Jesús, al encargarnos su misión, nos dará la capacidad salvadora con los dones y carismas para realizarla, como lo hizo con los apóstoles.
Por eso nuestra primera y principal ocupación y preocupación tiene que ser la de vivir unidos a Cristo resucitado presente; todo lo demás es relativo, y acaba en el vacío, por muy bueno e importante que sea.
San Pablo nos asegura la meta y el premio: “El mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también sus cuerpos mortales por obra de su Espíritu que habita en ustedes” (Rm 8,11). Ése es nuestro glorioso destino, nuestro premio eterno, en la familia de la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo, la tercera Persona de la santísima Trinidad, hizo surgir toda la creación y la conserva a través de millones y millones de años. No es una paloma, símbolo con el cual se manifestó en el bautismo de Jesús, mientras que el día de Pentecostés se manifestó en forma de viento fuerte y lenguas de fuego.
El mismo Espíritu Santo nos da una idea más apropiada sobre él: es vida, amor, alegría, luz, calor, aire, agua, brisa, don, consuelo, dulce huésped, descanso, gozo, aliento, fortaleza, libertad, paz; y su misión es dar vida, crear, fortalecer, alentar, regar, sanar, lavar, guiar, transformar, liberar, salvar, resucitar…
Jesús dice a sus discípulos –los cristianos somos sus discípulos también.- (Jn 20, 21). No se trata de una misión en exclusiva para la jerarquía o el clero, sino también para todo cristiano, por el mero hecho de ser cristiano -nombre que significa persona unida a Cristo-, portadora de Cristo, testigo de Cristo resucitado.
Como el miedo y la cobardía “encerró” a los discípulos de Jesús en el Cenáculo, así los pastores y los fieles que acojan a Cristo resucitado presente en medio de ellos con su Espíritu, serán llenados de paz, alegría, fortaleza y seguridad, y no caerán en la inutilidad y en el escándalo. Jesús nos garantiza: “Estoy con ustedes todos los días” (Mt 28, 20); “Quien vive unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Nada que tenga fuerza salvadora para sí y para otros.
Ser testigos de Jesús no se reduce a repetir sus palabras y su doctrina, sino que, sobre todo, es necesario imitarlo en sus actitudes y obras, acogerlo en la vida, darlo a conocer; lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu Santo, como lo afirma san Pablo: “Ni siquiera podemos decir: 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1Cor. 12, 3). “Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Rm. 8, 9). Sin su ayuda “nada bueno hay en el hombre, nada inocente”, en nosotros. De ahí la necesidad inaplazable de invocarlo con frecuencia.
A pesar de ser débiles, pecadores y deficientes, Jesús nos llama a compartir su misma misión –la salvación de los hombres para gloria de Dios- confiada a los apóstoles, en un mundo atrapado por las poderosas fuerzas del mal, que nos superan con mucho. Pero Jesús, al encargarnos su misión, nos dará la capacidad salvadora con los dones y carismas para realizarla, como lo hizo con los apóstoles.
Por eso nuestra primera y principal ocupación y preocupación tiene que ser la de vivir unidos a Cristo resucitado presente; todo lo demás es relativo, y acaba en el vacío, por muy bueno e importante que sea.
San Pablo nos asegura la meta y el premio: “El mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también sus cuerpos mortales por obra de su Espíritu que habita en ustedes” (Rm 8,11). Ése es nuestro glorioso destino, nuestro premio eterno, en la familia de la Santísima Trinidad.
El Espíritu Santo, la
tercera Persona de la
santísima Trinidad , hizo surgir toda la creación y la conserva
a través de millones y millones de años. No es una paloma, símbolo con el cual
se manifestó en el bautismo de Jesús, mientras que el día de Pentecostés se
manifestó en forma de viento fuerte y lenguas de fuego.
El mismo Espíritu Santo
nos da una idea más apropiada sobre él: es vida, amor, alegría, luz, calor,
aire, agua, brisa, don, consuelo, dulce huésped, descanso, gozo, aliento,
fortaleza, libertad, paz; y su misión es dar vida, crear, fortalecer, alentar,
regar, sanar, lavar, guiar, transformar, liberar, salvar, resucitar…
Jesús dice a sus
discípulos –los cristianos somos sus discípulos también.- “Como el Padre me envió a mí, así
los envío yo a ustedes” (Jn 20, 21). No
se trata de una misión en exclusiva para la jerarquía o el clero, sino también
para todo cristiano, por el mero hecho de ser cristiano -nombre que significa persona unida a Cristo-, portadora de
Cristo, testigo de Cristo resucitado.
Como el miedo y la
cobardía “encerró” a los discípulos de Jesús en el Cenáculo, así los pastores y
los fieles que acojan a Cristo resucitado presente en medio de ellos con su
Espíritu, serán llenados de paz, alegría, fortaleza y seguridad, y no caerán en
la inutilidad y en el escándalo. Jesús nos garantiza: “Estoy con ustedes todos los días” (Mt 28, 20); “Quien vive unido a mí, produce
mucho fruto; pero sin mí, no pueden hacer nada” (Jn 15, 5). Nada que
tenga fuerza salvadora para sí y para otros.
Ser testigos de Jesús no
se reduce a repetir sus palabras y su doctrina,
sino que, sobre todo, es necesario imitarlo en sus actitudes y obras, acogerlo
en la vida, darlo a conocer; lo cual sólo es posible por la acción del Espíritu
Santo, como lo afirma san Pablo: “Ni
siquiera podemos decir: 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del
Espíritu Santo” (1Cor. 12,
3). “Quien no tiene el
Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Rm.
8, 9). Sin su ayuda “nada bueno hay en el hombre, nada
inocente”, en nosotros. De ahí la necesidad inaplazable de invocarlo con
frecuencia.
A pesar de ser débiles,
pecadores y deficientes, Jesús nos llama a compartir su misma misión –la
salvación de los hombres para gloria de Dios- confiada a los apóstoles, en un
mundo atrapado por las poderosas fuerzas del mal, que nos superan con mucho.
Pero Jesús, al encargarnos su misión, nos dará la capacidad salvadora con los
dones y carismas para realizarla, como lo hizo con los apóstoles.
Por eso nuestra primera y
principal ocupación y preocupación tiene que ser la de vivir unidos a Cristo
resucitado presente; todo lo demás es relativo, acaba en el vacío, por muy
bueno e importante que sea.
San Pablo nos asegura la
meta y el premio: “El mismo
que resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también sus cuerpos
mortales por obra de su Espíritu que habita en ustedes” (Rm 8,11). Ése es nuestro glorioso
destino, nuestro premio eterno, en la familia de la Santísima Trinidad.
P. Jesús Álvarez