Dejen que los niños vengan a mí



Mc 9, 30-37
Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie
lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser
entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de su
muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían
hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la
casa, Jesús les preguntó: «¿De qué hablaban durante el camino?» Ellos
callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.
Entonces, sentándose, los y les dijo: «El que quiera ser el primero, debe
hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un
niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que acoge a
uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe,
no me recibe a mí, sino a aquél que me ha enviado».
Jesús repite a sus discípulos el anuncio de su pasión y de su
resurrección. Y mientras Él anuncia sufrimientos –con la certeza de que
van a ser coronados por la resurrección-, ellos se debaten en una
vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino
terreno del Mesías.
La cruz – todo sufrimiento, enfermedad, desgracia, agonía y muerte
asociados a la cruz de Cristo - es el pase para acceder a la resurrección y
la gloria eterna, y también la única manera de triunfar sobre el dolor y la
muerte, a imitación suya. Sólo esta esperanza hace soportables y llevaderas
nuestras cruces –pequeñas y grandes- de cada día, de toda la vida y la
misma muerte.
Con esa actitud se corre el grave riesgo de hacerse una religión a propio
gusto, de apariencias y cumplimiento externo –¡fatal autoengaño!-
evadiendo el encuentro real y amoroso con Cristo resucitado presente, el
único que puede dar valor salvífico a nuestra vida, a nuestras cruces y
alegrías, y a la muerte.
La cruz del servicio a Dios y al prójimo se convierte en cruz pascual, porque
Cristo resucitado nos la alivia al cargarla con nosotros, por la etapa del
Calvario, hacia la meta de la resurrección y de la gloria. “Los sufrimientos de
este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”,
dice san Pablo. (Rom 8, 18).
Sin embargo, tal vez nos evadimos una y mil veces del servicio generoso y
de la renuncia a lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo", como si la
cruz fuera causa de infelicidad, y no de resurrección y felicidad eterna.
Pero es admirable ver cómo Jesús, ante las ambiciones y ceguera de los
discípulos, no se pone a reprenderlos con ira, sino que se sienta y los instruye
de nuevo, con infinita paciencia, esperando que entiendan de una vez.
¡Buen ejemplo para pastores, catequistas y padres!
A los discípulos de entonces y de hoy Jesús les propone como modelo a un
niño. Los niños no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos
a todos, sin malicia ni ambición posesiva; son sencillos, pacíficos, felices. No
se imponen. Viven y sufren al estilo de Cristo: como mansos corderitos. Pero
¡ay de quienes los hacen sufrir! Dios saldrá en defensa de ellos frente a sus
verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados a los
pequeños.
Lo que hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de
Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, a los que
sufren, a los pobres y marginados que no pueden pagar el servicio. Porque
todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace, pues paga con
creces el amor servicial. “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron:
vengan, benditos de mi Padre a poseer el reino preparado para ustedes”.
(Mt 25, 31-36).