DEJEN QUE LOS NIÑOS VENGAN A MÍ


Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos

Evangelio   Mc 9, 30-37      XXVI-27-9-2015

Jesús atravesaba la Galilea junto con sus discípulos y no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de su muerte, resucitará». Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaúm y, una vez que estuvieron en la casa, Jesús les preguntó: ¿De qué hablaban durante el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos». Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no me recibe a mí, sino a aquél que me ha enviado».

Jesús repite a sus discípulos el anuncio de su pasión y de su resurrección. Y mientras Él anuncia sufrimientos –con la certeza de que van a ser coronados por la resurrección-, ellos se debaten en una vergonzosa contienda por los primeros puestos en el soñado reino temporal del Mesías.

La cruz - todo sufrimiento, enfermedad, desgracia, agonía y muerte, asociados a la cruz de Cristo - es el pase para acceder a la resurrección y la gloria eterna, y también la única manera de triunfar sobre el dolor y la muerte, a imitación del Resucitado. 

Sólo esta esperanza hace soportables y llevaderas nuestras cruces -pequeñas o grandes- y producen frutos de salvación cada día, de toda la vida y la misma muerte. Con esa actitud se evita el grave riesgo de hacerse una religión a propio gusto, de apariencias y cumplimiento externo –¡fatal autoengaño!- evadiendo el encuentro real y amoroso con Cristo resucitado presente, el único que puede dar valor salvífico a nuestra vida, a nuestras cruces, alegrías, y a la misma muerte. 

La cruz del servicio a Dios y al prójimo se convierte en cruz pascual, porque Cristo resucitado nos la alivia cargándola con nosotros, por la etapa del Calvario, hacia la meta de la Resurrección y de la gloria. “Los sufrimientos de este mundo no tienen comparación con el peso de gloria que nos espera”, dice san Pablo. (Rom 8, 18)

Sin embargo, tal vez nos evadimos una y mil veces del servicio generoso y de la renuncia a todo lo que nos hace "enemigos de la cruz de Cristo" (Flp 3, 18), y por lo tanto, enemigos de Cristo. Él nos advierte con irrefutable claridad: "Quien no está conmigo, está contra mí. Quien conmigo no recoge, desparrama" (Mt 12, 30). 

Esta advertencia cumplida, nos evita el grave riesgo de hacernos una religión a propio gusto, de apariencias y cumplimiento externo –¡fatal autoengaño!-, evadiendo el encuentro real y amoroso con Cristo resucitado presente, el único que puede dar valor salvífico a nuestra vida, a nuestras cruces y alegrías, y a la muerte. 

Es admirable la actitud de Jesús ante las ambiciones y ceguera de los discípulos, no se pone a reprenderlos con ira, sino que se sienta y los instruye de nuevo, con infinita paciencia, esperando que entiendan de una vez. ¡Buen ejemplo para pastores, catequistas y padres! A los discípulos de entonces y de hoy Jesús les propone como modelo a un niño. 

Los niños no tienen pretensiones de dominio y grandeza. Están abiertos a todos, sin malicia ni ambición posesiva; son sencillos, pacíficos, felices. No se imponen. Viven y sufren al estilo de Cristo: como mansos corderitos. Pero ¡ay de quienes los hacen sufrir! Dios saldrá en defensa de ellos frente a sus verdugos, a quienes devolverá con creces los sufrimientos causados a los pequeños. 

Lo que nos hace grandes y nos merece los primeros puestos en el reino de Jesús, no es dominar y ser ricos, sino servir a los más pequeños, a los que sufren, a los pobres y marginados que no pueden pagar el servicio. Todo lo que se hace con ellos, con Cristo mismo se hace, y Él pagará con creces el amor servicial: “Estuve necesitado y ustedes me socorrieron: vengan, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para ustedes desde toda la eternidad”. (Mt 25, 31-36). La cruz no es causa de infelicidad, si no de resurrección y felicidad eterna.